Colinas, Antonio

Reseña biográfica

Poeta, novelista, biógrafo, ensayista, traductor y periodista español, nacido en La Bañeza, León, en 1946.

En la universidad de Madrid hizo estudios Técnicos y de Historia. Durante varios años fue lector de español en las universidades italianas de Milán y Bérgamo, donde realizó excelentes traducciones de autores italianos, entre los que cabe destacar la obra de Giacomo Leopardi y la poesía completa del Premio Nobel Salvatore Quasimodo.

Es una de las figuras más sobresalientes de la literatura española de las últimas décadas. Tras el éxito de su primera publicación, «Preludios a una noche total», han sido editados: «Truenos y flautas en un templo» en 1972, «Sepulcro en Tarquinia» en 1975, «Astrolabio» en 1979, «En lo oscuro» en 1981, «Noche más allá de la noche» en 1983, «La viña salvaje» en 1985, «Jardín de Orfeo» en 1988, «Los silencios de fuego» en 1992, y posteriormente el «Libro de la mansedumbre» en 1997.

Su obra ha sido reconocida con el Premio de la Crítica en 1975, el Premio Nacional de Literatura en 1982, la Mención Especial del Premio Internacional Jovellanos de Ensayo en 1996, el premio de Las Letras de Castilla y León en 1998, el Premio Internacional Carlo Betocchi en 1999 y el Premio de la Academia de Poesía de Castilla y León en 2001.

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz…

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, dejo también el corazón.

No pasará otra onda rumorosa del río,

no quedará este chopo envuelto en fuego verde,

no cantará otra vez el pájaro en su rama,

sin que deje en el aire todo el amor que siento.

Aquí, en estas riberas que llevan hasta el llano

la nieve de las cumbres, planto sueños hermosos.

Aquí también las piedras relucen: piedras mínimas,

miniadas piedras verdes que corroe el arroyo.

Hojas o llamas, fuegos diminutos, resol,

crisol del soto oscuro cuando amanece lento.

Qué fresca placidez, que lenta luz suave

pasa entonces al ojo, que dulzura decanta

el oro de la tarde en el cuerpo cansado.

Hojas o llamas verdes por donde va la brisa,

diminuto carmín, flor roja por el césped.

Y, entre tanta hermosura, rebosa el río, corre,

relumbra entre los troncos, abre su cuerpo al sol,

sus brazos cristalinos, sus gargantas sonoras.

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, miro arder todas las tardes

las copas de los álamos, el perfil de los montes,

cada piedra minúscula, enjoyada del río,

del dios río que llena de frutos nuestros pechos.

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, dejo también el corazón.

Canto X

Mientras Virgilio muere en Bríndisi no sabe

que en el norte de Hispania alguien manda grabar

en piedra un verso suyo esperando la muerte.

Este es un legionario que, en un alba nevada,

ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.

Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,

a cuerno requemado, a humeantes escorias

de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros,

Un silencio más blanco que la nieve, el aliento

helado de las bocas de los caballos muertos,

caen sobre su esqueleto como petrificado.

Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes

a morir y qué inútil mi escudo y mi espada

contra este amanecer de hogueras y de lobos.

En la villa de Cumas un aroma de azahar

madurará en la boca de una noche azulada

y mis seres queridos pisarán ya la yerba

segada o nadarán en playas con estrellas.

Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta

sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan

en brazos de la muerte la vida que soñaron.

No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,

que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.

Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento

gotear en la nieve mi sangre enamorada.

Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos

se clavan en los ojos de otro herido que escucha:

Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio.

De “Noche más allá de la noche”

Canto XXXV

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

He respirado al lado del mar fuego de luz.

Lento respira el mundo en mi respiración.

En la noche respiro la noche de la noche.

Respira el labio en labio el aire enamorado.

Boca puesta en la boca cerrada de secretos,

respiro con la sabia de los troncos talados,

y, como roca voy respirando el silencio

y, como las raíces negras, respiro azul

arriba en los ramajes de verdor rumoroso.

Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce

sombrío de mis venas toda la luz del mundo.

Y yo era un gran sol de luz que respiraba.

Pulmón el firmamento contenido en mi pecho

que inspira la luz y espira la sombra,

que recibe el día y desprende la noche,

que inspira la vida y espira la muerte.

Inspirar, espirar, respirar: la fusión

de contrarios, el círculo de perfecta consciencia.

Ebriedad de sentirse invadido por algo

sin color ni sustancia, y verse derrotado,

en un mundo visible, por esencia invisible.

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

Me he sentado en el centro del mundo a respirar.

Dormía sin soñar, mas soñaba profundo

y, al despertar, mis labios musitaban despacio

en la luz del aroma: “Aquel que lo conoce

se ha callado y quien habla ya no lo ha conocido”.

Cita con una muchacha sueca entre el Sena y los Campos Elíseos

Mis ojos eran dos nostálgicas panteras.

¿Cómo era aquella luz que endiosaba mis horas?

Agria luz esmeralda del Ganjes y del Nilo.

La luz de las manzanas salpicadas de lluvia.

La luz que hay en las puertas con picaportes de oro.

La luz que hay en los párpados de las águilas muertas.

Yo esperaba tus ojos con ojeras violáceas

mientras callaban todas las fuentes y en el cielo

mastines de azabache olfateaban las nubes.

(Qué festín el del cielo, qué gran fruto podrido)

Escuchando la lluvia que cesaba en los techos

de cinc, con los cabellos mojados, olorosos

aún por los pinares del Grand Bois de Boulogne,

-las manos escocidas de remar en el lago-

esperando en el pórtico umbroso del museo,

con los pies en la alfombra llena de vino y faunos,

quieto entre las columnas, pálido, distraído

por el gas enfermizo de aquel primer farol,

y por los carruajes, fúnebre y aristócrata

como un poeta inglés de la Romantic Revolt,

pensando en los abetos de tu país al alba,

sonriendo tristemente por no llorar tu ausencia,

cercando con mis dientes tu nombre -Kerstin, Kerstin-

mis ojos como dos nostálgicas panteras

esperaban tus ojos entre los matorrales.

Córdoba arde eternamente sobre un río de fuego

En este edificio que había sido mansión romana y palacio árabe,

luego se estableció la Inquisición desde 1490 hasta 1821.

(De una Guía de la ciudad.)

Viendo la muchedumbre de papeles y libros sediciosos

que nos vienen de Francia, convendría que todos

fuesen quemados. Y otro tanto se haga

con los que hablan de gramática, retórica o dialéctica(

o cuantos nos contagien con esta pestilencia)

Y en el nombre del Padre y del Hijo y del ESPÍRITU SANTO

empezaron a arder los libros de la Ciencia,

a cegarse los arcos, a abrirse en los muros

la sonrisa de acero de las verjas,

a razonar desde la sinrazón,

a vivir desviviéndose.

Durante cuatro siglos aquí tuvo su sede

la Santa Inquisición. (Acudimos al breve

remedio a que, en conciencia, estamos obligados

15 para aplacar a nuestro Señor, que está ofendido,

pues están estos reinos cercados de enemigos)

Las soberbias estatuas de mármol sin cabeza

comenzaron a cimentar los muros

de conventos y ermitas. Con un templo querían

ocultar otro templo. No sabían que todo

espacio es sagrado cuando se está pensando

en la Divinidad.

Durante cuatro siglos la vida fue una historia

enterrada en el sueño de frescos y mosaicos.

Dejó el agua de ser en los jardines agua

para pasar a ser agua bendita.

Mas no podían contener los muros

la fiebre de la sangre, y en el aire

el azahar arrastraba aún los besos

de los siglos pasados. (El justo Dios discierne

la vida de los hombres haciendo a unos siervos

ya otros Señores para que la licencia

y el mal obrar del siervo la reprima el poder

de los que le dominan.)

Quisieron ir sembrando en el verdor ceniza,

sepultar los aromas de la luz en las fosas,

someter cada cosa a la monotonía

de la espada y el dogma,

pero bajo la tierra había resonancias

de músicas, y cascos sobre los empedrados,

provocación de rosas oscuras y jazmines,

labios que musitaban en las diversas lenguas,

los rumores nocturnos de acequias y de cedros.

(¡Oh virtuosa, magnífica guerra,

en ti las querellas volverse debían!

Esforzábase el obispo -¡Dios qué bien lidiaba!-

dos moros mató con lanza y cinco con espada.

¡Qué maldita canalla! ¡Perros herejes, ministro

soy de la Inquisición Santa! Y hervía el aire

infectado de negras oraciones,

fueron llenando todos los rincones de cruces

y, desde entonces, el limoso curso

del río no ha cesado de ir sobrecargado de lujuria.

Durante cuatro siglos aquí tuvo su sede

la Santa Inquisición,

pero bajo las losas crecían los rosales

de la verdad, se abrían paso los manantiales,

continuaba incesante el abrazo

de los amantes muertos. (Señor, Señor,

corrigiendo hemos ido. Tu obra,

la hemos fundamentado

sobre la autoridad, el misterio, el milagro)

De pozos secos, de estanques cegados

por las piedras asciende la tormenta

negra de los relinchos de miles de caballos

y el sabio, indomable, como tormenta guarda

celoso en el centro de su cerebro toda

la verdad recibida de la Naturaleza.

Había cansinas músicas y rancias oraciones

derrotadas por cada atardecer morado

y vaciaba el cielo sus estrellas mojadas

en la yerba piadosa que no sabe de dogmas.

(Que los delitos son: el ser judaizante o morisco,

el pecado de la fornicación, blasfemia,

brujería, herejía y sean los castigos:

cárcel, confiscación o sambenito,

reprimenda, galeras o destierro,

azote, suspensión, despedida, hoguera…)

Uno a uno destrozan los frisos y cercenan

las columnas rosadas, mas de ellas va saltando

la sangre como fuente y en los muñones roídos

de cada capitel las zarzas siembran gozo

y ocultan el pecar furtivo de los jóvenes.

Sueños de Oriente y sueños de Occidente

eran un solo sueño en los jardines

de esta ciudad cuando llegó la Santa

Inquisición. (Los leños, la bayeta,

cera amarilla, obra de tablado y cadalso,

milicia y pintado de esfinges, las toquillas,

~ la cera y las largas túnicas con sus cruces,

comida para el Santo Tribunal y Ministros…)

Vendan los ojos, atan lentamente las manos

a argollas y maderos,

pero la vida aúlla dentro de cada cárcel

como un enorme animal herido.

Y esa incesante pira que alzan en las plazas,

va avivando mil fuegos de libertad serena

en cada corazón de los humanos.

(Tras el mucho penar lo sacan y lo arrojan

100 al suelo y le escupen, le tiran de las barbas,

le dan mil bofetadas, lo llenan de incontables

afrentas y denuestos. Gritan a voz en cuello:

¡Muera el traidor a la patria!

In nomine Pater et Fili et Spiritu Santo…)

¡Oh ignorancia, cuadrada locura española!

Hoy la ciudad arroja fuego de sus pulmones,

se rebela en sus ruinas contra los nuevos bárbaros,

ve arder jubiloso el mal sueño de ayer.

los huesos calcinados de sus inquisidores.

El camino cegado por el bosque

Créeme, no es piedad lo que siento por ti,

ahora que estoy lejos, sino un recuerdo herido.

Por ti y por el camino cegado por el bosque

que no pude seguir aquella noche joven,

perfumada y abierta como el cuerpo de un pino.

No es piedad, sino una sensación de fracaso,

de suave y entrañable dolor que nunca cesa.

Fuiste buena conmigo en mis días de entonces:

me diste cuanto soy, este veneno dulce

que me impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo

y contra el mismo amor de los que bien me quieren.

No es piedad, aún te busco en la noche perfecta,

deseoso, sediento de tus colores ácidos,

de tus estrellas frías, de tus ramas y ríos

helados tras los cielos del más hermoso invierno.

Te lo digo dolido y con los ojos húmedos,

aunque la mente esté segura, serenada:

no te pude tener más cerca, pues mis labios

llegaron a rozar tus nieves, tu horizonte.

No es piedad, créeme; sólo sé que una tarde

avanzada, profunda, descendí de aquel monte

puro y purificado como un fuego de junio.

Creí volver a ti definitivamente

y me encontré el camino cegado por el bosque.

“Astrolabio” 1975 – 1979

Envío

¿Recuerdas todavía el débil canto

del ruiseñor perdido en la enramada?

Viste temblar conmigo aquella noche

la copa del ciprés.

Desmadejó

el cielo hilos de luna por tu rostro.

Pero después del pájaro y la luna

se apagaron los astros.

Vi pasar

no sé qué brisa extraña por tu cuerpo.

¿Recuerdas nuestras manos en el agua?

¿Recuerdas el silencio sobre el campo

y, como un dios sangrante, el nuevo día

incendiando las torres, las palomas?

Escalinata del palacio

Hace ya mucho tiempo que habito este palacio.

Duermo en la escalinata, al pie de los cipreses.

Dicen que baña el sol de oro las columnas,

las corazas color de tortuga, las flores.

Soy dueño de un violín y de algunos harapos.

Cuento historias de muerte y todos me abandonan.

Iglesias y palacios, los bosques, los poblados,

son míos, los vacía mi música que inflama.

Salí del mar. Un hombre me ahogó cuando era niño.

Mis ojos los comió un bello pez azul

y en mis cuencas vacías habitan escorpiones.

Un día quise ahorcarme de un espeso manzano.

Otro día ma até una víbora al cuello.

Pero tiempre termino dormido entre las flores,

beodo entre las flores, ahogado por la música

que desgrana el violín que tengo entre mis brazos.

Soy como un ave extraña que aletea entre rosas.

Mi amigo es el rocío. Me gusta echar al lago

diamantes, topacios, las cosas de los hombres.

A veces, mientras lloro, algún niño se acerca

y me besa en las llagas, me roba el corazón.

De Truenos y flautas en un templo

Fantasía y fuga en Santillana del Mar

Oigo como un rotundo tronar de capiteles

¿Abrirá tras las lomas el mar grutas azules?

Crece el musgo en las uñas de los leones de piedra.

Las ballestas apuntan al vientre de los niños.

El pueblo es un gran árbol de piedra retorcida

y la lluvia no cesa de suavizar su lomo.

En el aire un aroma enfermo de eucaliptos.

Guardaré todo el sueño de esta noche en mi pecho

y volveré a pensar en las hortensias húmedas

del jardín, en la hierba medieval de los claustros.

Monstruos de las arcadas, abrid bien vuestros ojos

abultados, sabed que también yo soy duende

y sé de sortilegios y de milagrerías.

Fresquísima es la boca de la noche en las gárgolas.

Viene un ciervo de piedra a beber en la fuente.

Huele su piel a azufre, a aire marino, a yedra.

Se yergue suntuoso como un rosal, es ciego

y suenan sus pezuñas de plata en cada losa.

Mil veces lo han herido de muerte por los bosques

y otras tantas lo han visto desde las celosías

inclinar en la fuente su cabeza sonámbula.

Qué angustia recordarme sin balcón en la noche,

sin navío de piedra surcando las higueras,

el maíz primitivo, los paganos cipreses.

Guardaré todo el sueño, la belleza en huida

y seguirán las rosas de herrumbre tan lozanas

floreciendo en las verjas como negros halcones.

Sí, volverá el milagro de la lluvia otra noche

con el son enlutado, hondo, de la vihuela,

con las yeguas en celo piafando en las cuadras,

con el bello ajimez prieto de ruiseñores.

Guardaré, maga amiga de sienes de violeta,

el sabor de tus labios hechizados a muerte.

Fe de vida

Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)

sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)

Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,

el aroma del azahar, la noche de las orquídeas

en las calas olvidadas.

Sólo permanecer viendo el ave que pasa

y no regresa; quedar

esperando a que el cielo amarillo

arda y se limpie con los relámpagos

que llegarán saltando de una isla a otra isla.

O contemplar la nube blanca

que, no siendo nada, parece ser feliz.

Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,

sobre las olas que pasan,

como un remo perdido.

O seguir, como los delfines,

la dirección de un tiempo sentenciado.

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,

que se adormecen entre narcisos y faros.

Dejadme, no con la luz del conocimiento

(que nació y se alzó de este mar),

sino simplemente con la luz de este mar.

O con sus muchas luces:

las de oro encendido y las de frío verdor.

O con la luz de todos los azules.

Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,

que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,

a los días tensos, a las ideas como cuchillos.

Ser como olivo o estanque.

Que alguien me tenga en su mano como a puñado de sal.

O de luz.

Cerrar los ojos en el silencio del aroma

para que el corazón –al fin- pueda ver.

Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.

Dejadme compartiendo el silencio

y la soledad de los porches,

la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme

con el plenilunio de los ruiseñores de junio,

que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.

Dejadme con la libertad que se pierde

en los labios de una mujer.

Giacomo Casanova acepta el cargo de bibliotecario que le ofrece,

en bohemia, el Conde de Waldstein

Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.

Con la Revolución Francesa van muriendo

mis escasos amigos. Miradme, he recorrido

los países del mundo, las cárceles del mundo,

los lechos, los jardines, los mares, los conventos,

y he visto que no aceptan mi buena voluntad.

Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso

ser soldado en las noches ardientes de Corfú.

A veces, he sonado un poco el violín

y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia

con la música y arden las islas y las cúpulas.

Escuchadme, Señor, de Madrid a Moscú

he viajado en vano, me persiguen los lobos

del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas

detrás de mi persona, de lenguas venenosas.

Y yo sólo deseo salvar mi claridad,

sonreír a la luz de cada nuevo día,

mostrar mi firme horror a todo lo que muere.

Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,

traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,

sueño con los serrallos azules de Estambul.

Homenaje a Tiziano

He visto arder tus oros en los otoños de Murano,

en la cera aromada de los cirios de invierno;

tu verde en madrugadas adriáticas

y en los ciruelos de los jardines de Navagero;

tu azul en ciertas túnicas y vidrios

y en los cielos enamorados

de nuestra adolescencia

que nunca más veremos;

los ocres en los muros cancerosos

mordidos por la sal, en las fachadas

de granjas y herrerías;

tu rojo en cada teja de Venecia, en los clavos

de las Crucifixiones

o en los labios con vino de los músicos;

un poco de violeta

en los ojos maduros de las jóvenes;

tus negros

en las enredaderas funestas

sobrecargadas de Muerte.

La ciudad está muerta

La città è morta, è morta

S. Quasimodo

¿No tuviste bastante con morir una vez

en la muerta ciudad, que vuelves otra vez

entre sus cancerosos muros iluminados

a veces por verdores putrefactos?

¿Quedan aún las brasas de los sueños

ardidos en lugares y en labios que creiste

hermosos?

¿Te niegas a aceptar que aquí estuvo el amor

imaginando pájaros, desenterrando ruinas?

Llueve, llueve, y la música es negra en estas calles

abarrotadas de crucificados que andan,

de agonizantes que laboran,

de insepultos cadáveres que aplauden y sonríen.

Acaso quede aún en este espacio

de sueños destrozados, de sueños machacados,

otro loco que aún sueñe y vaya repitiendo:

«Tenéis cerca la luz, está cerca la luz».

Pero, ya como en tiempos, sólo un frío y vacío

silencio os responde,

aunque siga festivo y ciego el ajetreo

de los muertos perfectamente pulcros,

de los muertos perfectamente muertos.

Sólo se oye la agria y metálica caída de otra noche

como una inmensa, grues, negra chapa de acero.

“Astrolabio” 1975 – 1979

La noche de los ruiseñores africanos

Cayó el alma en el pozo de la noche

y desde abajo, desde lo más hondo,

ve la luna de junio madurar

en la brisa, que trae enloquecidos

cantos de ruiseñores africanos.

De “Jardín de Orfeo”

La tarde es una lágrima

Te veo sentada frente al horizonte

un cárdeno perfil de cicatrices,

el encinar herido por heridas,

el tomillo que embriaga los sentidos

y una flauta que suena interminable.

No volverá, no volverá, lo dice

la lágrima que cae de tu ojo, el dolor

musical, luminoso de tus huesos.

Se deshará tu brava cabellera;

se pudrirán tus manos

y el recuerdo amoroso que contienen,

mas la lágrima de la tarde,

eterna durará para negaros,

para negaros.

Laderas de la Peña Trevinca

Vamos hacia el techo de las montañas,

a las praderas del cielo

vuelven las vacas más hambrientas que al alba,

helados sus hocicos, helados van los mocos

del zagal, mas se siente

un dios viendo abajo la noche

donde humean los techos de pizarra, las cuadras

aún aquí lame el sol gramíneas arrasadas,

raíces negras, urces, zarzas indomables,

son de cadmio las piedras, la soledad espanta,

sienten temor los burros subiendo más arriba

(qué horrorosa la idea de volver derrotados)

lame, sol, lame láminas de cielo tu miel,

pues no puedes ya entrar por los valles,

robar la niebla al lago muerto,

suspender el paseo de la loba

(hombres duermen abajo

sobre la hoz y el heno, tenebrosa

noche de los cubiles, ¿comerían

los cerdos a aquel niño? no sé si la mujer

herviría la leche, rebosaban

los jarros de manteca,

la ermita aparecía roída por los rayos)

aquí el olor a estrella, olor a nube, a flores

(flores así no brotan en cien años)

subimos, acaricia el mar de lomas,

estos prados, su verdeoscuro turbulento,

la pana remendada de los montes,

¿qué nos dicen los cascos, los relinchos?

sin paz, sin sueño, pero sin dolores,

luchamos con la altura,

nuestro hambre es celeste,

se nos quedan los ojos allá arriba,

en esa línea de las cresterías

tallada a diamante…

Sepulcro en Tarquimia 1975

Letanía del ciego que ve

Que este celeste pan del firmamento

me alimente hasta el último suspiro.

Que estos campos tan fieros y tan puros

me sean buenos, cada día más buenos.

Que si en tiempo de estío se me encienden las manos

con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno

los sienta como escarcha en mi tejado.

Que cuando me parezca que he caído,

porque me han derribado,

sólo esté arrodillándome en mi centro.

Que si alguien me golpea muy fuerte

sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo

de la fuente serena.

Que si la vida es un acabar,

cual veleta, chirriando en lo más alto,

allá arriba me calme para siempre,

se disuelva mi hierro en el azul.

Que si alguien, de repente, vino para arrancarme

cuanto sembré y planté llorando por las nubes,

me torne en nube yo, me torne en planta,

que sean aún semillas mis dos ojos

en los ojos sin lágrimas del perro.

Que si hay enfermedad sirva para curarme,

sea sólo el inicio de mi renacimiento.

Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,

amor venza a la muerte en ese beso.

Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,

que si cierro la boca para decirte todo,

y dejo de rozar tu sangre ya sembrada,

que si cierro los ojos y venzo sin luchar

(victoria en la que nada soy ni obtengo),

te tenga a ti, silencio de la cumbre,

o a ese sol abatido que es la nieve,

donde la nada es todo.

Que respirar en paz la música no oída

sea mi último deseo, pues sabed

que, para quien respira

en paz, ya todo el mundo

está dentro de él y en él respira.

Que si insiste la muerte,

que si avanza la edad, y todo y todos

a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,

me venza el mundo al fin en esa luz

que restalla.

Y su fuego

me vaya deshaciendo como llama

de vela: despacio, muy despacio,

como giran arriba extasiados los planetas.

Me he sentado en el centro del bosque a respirar…

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

He respirado al lado del mar fuego de luz.

Lento respira el mundo en mi respiración.

En la noche respiro la noche de la noche.

Respira el labio en labio el aire enamorado.

Boca puesta en la boca cerrada de secretos,

respiro con la sabia de los troncos talados,

y, como roca voy respirando el silencio

y, como las raíces negras, respiro azul

arriba en los ramajes de verdor rumoroso.

Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce

sombrío de mis venas toda la luz del mundo.

Y yo era un gran sol de luz que respiraba.

Pulmón el firmamento contenido en mi pecho

que inspira la luz y espira la sombra,

que recibe el día y desprende la noche,

que inspira la vida y espira la muerte.

Inspirar, espirar, respirar: la fusión

de contrarios, el círculo de perfecta consciencia.

Ebriedad de sentirse invadido por algo

sin color ni sustancia, y verse derrotado,

en un mundo visible, por esencia invisible.

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

Me he sentado en el centro del mundo a respirar.

Dormía sin soñar, mas soñaba profundo

y, al despertar, mis labios musitaban despacio

en la luz del aroma: «Aquel que lo conoce

se ha callado y quien habla ya no lo ha conocido».

Megalítico

Esa enorme piedra torturada

sostiene el techo de la Noche.

Esta enfebrecida carne penetra la oquedad de los siglos.

En torno un vacío que deshace o sustenta

la soledad del mundo, una luz que ilumina

las heridas producidas en el acero.

Gira la masa enorme de la piedra entre astros.

Es de carne y de piedra el cigüeñal que mueve

desgastado el motor de nuestra Historia.

Libros, cosas y horas amadas, seres

tiernos y dulces como la música del sueño,

frágiles brazos, labios enamorados,

nada podéis contra esta atroz mecánica,

contra esta complicada maquinaria celeste.

Árbol de carne y piedra, huso de sangre,

gira la masa ciega en este espacio

de demenciales constelaciones,

de infinitos silencios.

Sólo en la piedra enorme hay firmeza.

20 Sólo en la piedra hay eternidad.

Un cuerpo está abrazando en otro cuerpo

una hoguera extinta.

La carne sólo horada ceniza en otra carne.

Mientras tanto escucho aquella música…

Nunca había pensado en recuperar aquel tiempo

mas aquí está tu carta desveléndolo

y esas palabras que la cierran

abriendo en mí otro mundo: Mientras tanto,

escucho aquella música y miro los jardines

de invierno.

(Bajaba entre cipreses, enredada en el humo

de las mil chimeneas, una niebla azulada.

No había visto una tierra tan excelsa, unos labios

tan mortales y delicados, una música

como el tiempo sentenciado de las recolecciones,

como la aureola del sol de cobre enfermo

sobre las colinas en que Ficino y Poliziano

platicaron.

He tenido la suerte de ver la mansedumbre

del paisaje arrancado de un Libro de Horas,

de estar allí mirando contigo los jardines

de invierno, sin desear la primavera, ni ansiar

otra estación que no fuera aquella de la eterna

consumación, de la muerte dulcísima

que hacía aún más largos tus brazos,

que enriquecía con humedades tu cintura,

que sepultaba tus ojos bajo un mánto de hojas negras.

Pero, ¿cómo se puede desenterrar tus ojos,

desenterrar el sueño para escuchar la música

aquélla, para ver, como entonces,

los jardines de invierno?

¿Qué mano conducía sobre el valle las nubes?

¿Qué mano sostenía, como un cetro, la tarde?

¿Quién dirigía la ascensión del humo

sobre los tejados que acogían

por igual bibliotecas y rebaños?

Recuerdo aquel crepúsculo áspero de las vasijas,

tierno y endurecido como las ramas podadas,

días después, de los olivos.

Tarde que detenía su respiración

a la manera de un ahogado alarido,

como el chillido, muy lejano, de un ave.

Tarde crucificada en las alambradas,

en los brazos descoyuntados de la vid.)

Y dices: Mientras tanto… ¿Es que esperas

una nueva resurrección de tu carne?

¿Acaso puede alguien devolvernos la fiebre

perdida de los ojos, la sangre iluminada

de entonces, que la vida ha vuelto ácida?

Mientras tanto… Oh, sí, acaso aún duren

los jardines de invierno y esa música

de miradas superpuestas sobre las transparencias

de las aguas de los estanques de ayer

condenadas a reflejar el mundo de hoy.

Mas debes de saber que la que mira

ya no es quien levantaba una pira en la tierra

para abrasar la nieve con su nieve.

No se vuelve a vivir lo que se vive.

No se vuelve a vivir lo que se sueña.

Supones que los días no transcurren

porque aterido enmudece el invierno de los campanarios

detrás de los cristales de tu ventana.

Pero hemos crecido en años y en desesperación

y este desconsuelo de las lluvias gastadas.

de la monotonía miserable de las tareas

me indican que tus labios ya no son

tus labios;

ni es el mirar de hoy aquel de entonces.

Sí, ahora te comprendo. Claustros, prados,

el caserío laborioso, ilustrado de cercas y de surcos,

el valle de los humanos, perduran con su música,

pero el dador de males,

despacio, muy despacio

(como el humo de entonces)

arrastra, con la carta que me escribes,

inexorablemente,

tu vida a las orillas del Orco.

“Astrolabio” 1975 – 1979

Nocturno

Duermes como la noche duerme:

con silencio y con estrellas.

Y con sombras también.

Como los montes sienten el peso de la noche,

así hoy sientes tú esos pesares

que el tiempo nos depara:

suavemente y en paz.

Te han llovido las sombras,

pero estás aquí, abrazando en la almohada

(en negra noche)

toda la luz del mundo.

Yo pienso que la noche, como la vida, oculta

miserias y terrores,

más tú duermes a salvo,

pues en el pecho llevas una hoguera de oro:

la del amor que enciende más amor.

Gracias a él aún crecerá en el mundo

el bosque de lo manso

y seguirán girando los planetas

despacio, muy despacio, encima de tus ojos,

produciendo esa música

que en tu rostros disuelve la idea del dolor,

cada dolor del mundo.

Reposas en lo blanco

como en lo blanco cae en paz la nieve,

duermes como la noche duerme

en el rostro sereno de esa niña

que todavía ignora

aquel dolor que habrá de recibir

cuando sea mujer.

Otra noche,

la nieve de tu piel y de tu vida

reposan milagrosamente al lado

de un resplandor de llamas,

del amor que se enciende en más amor.

El que te salvará.

El que nos salvará.

Novalis

Oh Noche, cuánto tiempo sin verte tan copiosa

en astros y en luciérnagas, tan ebria de perfumes.

Después de muchos años te conozco en tus fuegos

azules, en tus bosques de castaños y pinos.

Te conozco en la furia de los perros que ladran

y en las húmedas fresas que brotan de lo oscuro.

Te sospecho repleta de cascadas y parras.

Cuánto tiempo he callado, cuánto tiempo he perdido,

cuánto tiempo he soñado mirando con los ojos

arrasados de lágrimas, como ahora, tu hermosura.

Noche mía, no cruces en vano este planeta.

Deteneos esferas y que arrecie la música.

Noche, Noche dulcísima, pues que aún he de volver

al mundo de los hombres, deja caer un astro,

clava un arpón ardiente entre mis ojos tristes

o déjame reinar en ti como una luna.

Plegaria de los páramos negros

Gracias por la muerte de estos montes

y por la de estos pueblos, en los que sólo las piedras

se mantienen con vida;

gracias por estos negros páramos del invierno

en los que la tierra asciende a los cielos

y las nubes descienden hasta rozar la tierra;

gracias por esta hora de todos los vacíos

en la que se intuye un final.

De tanta pureza y soledad, de tanta muerte

sólo puede brotar una vida más cierta.

Gracias por la noche, que a punto está de llegar

con la bondad de sus nieves,

y por ese perro vagabundo

que prueba a calentar con su hocico

el estanque helado

para extraer un poco de agua;

gracias porque no nos hemos cruzado

con ningún ser humano

para pulsar el dolor,

y por la pana remendada de parcelas y prados,

que conservan como un tesoro

las heridas de los disparos,

los tizones de los últimos incendios;

gracias por los frutales grises de los mínimos huertos

y por las colmenas adormecidas,

y por la casa cerrada desde hace muchos años

de la que no se conoce su dueño.

Y, sin embargo, en este anochecer,

yo quisiera ofrecer lo mejor de mi vida

a toda esta muerte;

yo quisiera cambiar todo el gozo y el oro

que hubo en mi vida

por la contemplación ( desde estos páramos negros)

de las montañas últimas.

Porque aquí empezó todo para mí,

porque cuanto he sido, y soy, digo,

nada sería sin las raíces de las luces frías,

sin esos senderos impenetrables

que sólo han recibido la visita

de los rayos amargos.

Por eso, quiero ser esa lastra ferrosa

bajo la que duerme la víbora,

o la yerba tan fuerte, o su escarcha,

que el sol no logró deshacer a lo largo del día.

Quisiera arrodillarme como tapia abatida,

como pinar abrasado.

No deseo ni puedo volver hacia atrás la mirada,

desandar el camino (¡tan largo!) recorrido,

pues ya sé que, vacío,

en la hora en que todo ya parece morir

a punto está todo de nacer.

La mirada vuela sobre la fosa del valle

(sobre la fosa de la vida),

hacia la gran mole coronada de silencio,

hacia la cima que alberga los misterios.

Gracias por este anochecer

en el que me he quedado entre las manos

con las pobres, escasas semillas

de las que habrá de germinar luz perpetua.

En el anochecer de los páramos negros

estoy solo y profundamente en paz.

Poema de la belleza cautiva que perdí

Pequeña de mis sueños, por tu piel las palomas,

la pálida presencia de la luna en el bosque

o la nieve recién caída de los astros.

Por esa piel sin mácula, por su tersura suave,

tronché columnas firmes, derrumbé la techumbre

de la más alta noche: la de mis sueños puros.

Pan del amanecer tu blanco cuello, frente,

osamenta querida, veta, venero noble…

Aquí tengo los brazos abiertos como un río,

las venas descansadas, todo el amor del mundo

dispuesto a consumir en un beso glorioso.

Pequeña mía, amada, no olvides que por ti,

una noche de julio, olvidé la aventura

de salir a buscar la belleza cautiva.

De Preludios a una noche total

Precisamente ahora que no sé que decir

Para Clara

Precisamente ahora que no sé qué decir,

que no sé que decirte,

quiero ponerte aquí,

al lado de los días de la isla,

al lado de estas páginas

que escribí con la luz.

Aquí quiero dejar, sencillamente,

unas pocas palabras circundando tu nombre,

envolviendo tu nombre

y tu luz

con la luz.

Regreso a Petavonium

Dejadme dormir en esta ladera

sobre las piedras del tiempo,

las piedras de la sangre helada

de mis antepasados:

la piedra-musgo, la piedra-nieve, la piedra-lobo.

Que mis ojos se cierren en el ocaso salvaje

de los palomares en ruinas y de los encinares de hierro.

Sólo quiero poner el oído en la piedra

para escuchar el sonido de la montaña

preñada de sueños seguros,

el latido de la pasión de los antiguos,

el murmullo de las colmenas sepultadas.

Qué feliz ascensión por el sendero

de las vasijas pisoteadas por los caballos

un siglo y otro siglo.

Y, en la cima, bravo como un espino,

el viento haciendo sonar el arpa de las rocas.

Es como el aliento de un dios

propagando armonía entre mis pestañas y las nubes.

Un águila planea lentamente en los límites,

se incendian las sierras de las peñas negras,

mas no veo las llamas,

las llamas que crepitan aquí abajo, enterradas

bajo el monte de sueños aromados,

bajo la viga de oro de los celtas,

junto al curso del agua del olvido

que jamás -en vida- podremos contemplar,

pero que habrá de arrastrarnos tras el último suspiro.

¡Cómo pesan los párpados con la música del tiempo!

¡Cómo se embriagan de adolescencia perdida las venas!

Dejadme dormir en la ladera

de los infinitos sacrificios,

en donde arados y rebaños se han petrificado,

en donde el frío ha hecho florecer cenizales y huesos,

en donde las espadas han segado los labios del amor.

Dejadme dormir sobre la música de la piedra del monte,

pues ya sólo soy un nogal junto a una fuente ferrosa,

la vela que ilumina una bodega de mostos morados,

un trigal maduro rodeado de fuego,

una zarza que cruje de estrellas imposibles.

Riberas del Órbigo

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, dejo también el corazón.

No pasará otra onda rumorosa del río,

no quedará este chopo envuelto en fuego verde,

no cantará otra vez el pájaro en su rama,

sin que deje en el aire todo el amor que siento.

Aquí, en estas riberas que llevan hasta el llano

la nieve de las cumbres, planto sueños hermosos.

Aquí también las piedras relucen: piedras mínimas,

miniadas piedras verdes que corroe el arroyo.

Hojas o llamas, fuegos diminutos, resol,

crisol del soto oscuro cuando amanece lento.

Qué fresca placidez, que lenta luz suave

pasa entonces al ojo, que dulzura decanta

el oro de la tarde en el cuerpo cansado.

Hojas o llamas verdes por donde va la brisa,

diminuto carmín, flor roja por el césped.

Y, entre tanta hermosura, rebosa el río, corre,

relumbra entre los troncos, abre su cuerpo al sol,

sus brazos cristalinos, sus gargantas sonoras.

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, miro arder todas las tardes

las copas de los álamos, el perfil de los montes,

cada piedra minúscula, enjoyada del río,

del dios río que llena de frutos nuestros pechos.

Aquí, en estas riberas, donde atisbé la luz

por vez primera, dejo también el corazón.

Sepulcro de Tarquinia ( Fragmentos )

Se abrieron las cancelas de la noche,

salieron los caballos a la noche,

campo de hielos, de astros, de violines,

la noche sumergió pechos y rosas,

noche de madurez envuelta en nieve

después del sueño lento del otoño,

después del largo sorbo del otoño,

después del huracán de las estrellas,

del otoño con árboles de oro,

con torres incendiadas y columnas,

con los muros cubiertos de rosales

tardíos.

Y tú en aquel tranvía salpicado

a la orilla del agua por las barcas,

por las luces y el viento, por las luces

y el viento y los faroles y los remos,

aquel rostro otoñal que no vería

nunca más, amor mío, nunca más,

detrás de los cristales del tranvía

con un sueño de potros en los ojos,

con un hato de ciervos en los ojos,

con un nido de tigres en los ojos,

y con la bruma de los cementerios,

y con los hierros de los cementerios,

y con las nubes rojas allá arriba

(encima de cipreses y aves muertas

del tomillo y los búcaros fragantes)

de los cementerios

navegando en tus ojos.

Se abrieron las cancelas a la noche,

salieron los caballos a la noche,

se agitaron las zarzas del recuerdo,

pasó un desierto (el mar) por mi recuerdo,

lloraba aquella niña en el camino

lleno de cruces

… … … … … … … … … … … … … … …

No eras feliz entonces, yo diría,

después de los conciertos, yo diría

que tu piel era suave como un cetro,

como un cetro preciada y dura y firme,

qué caja de viola todo el vientre,

yo diría

que un órgano sonaba por tus venas,

quién lo diría, todos te miraban

cruzando las murallas, bordeando

el teatro romano, si llorabas

adelfas en la sombra te sentían

pasar, cuánta frescura, crepitaba

la grava del sendero, eran tus pasos

si llorabas, eran tus ojos de ágata

los que soñaban una escena fúnebre

entre aquellas columnas abrasadas,

si llorabas

había rojas túnicas prendidas

en las zarzas, un bosque amaneciendo,

un bosque de cipreses encendidos

y sangre en aquel busto destrozado,

después del río te perdías lenta,

llovía lentamente si llorabas

o un huracán reinaba en la ciudad

y yo nunca sabía dónde ibas

si llorabas

… … … … … … … … … … … … … … …

Tú me entregabas lo desconocido…

estás allí, remota y entrevista,

enterrada en la tarde de septiembre

bajo una lluvia de campanas muertas,

bajo un monte de higueras venenosas,

te recuerdo

bajo una lluvia de campanas negras,

bajo una lluvia de campanas lentas

te arropabas las tardes del invierno,

si posara en tus venas una mano

sentiría la noche y sus campanas,

cuando callas: campanas expectantes,

si me sueñas, si esperas, te hallaré

enterrada bajo una losa fría

que desgastó la lluvia hecha de bronce,

morir contigo en esta tarde única

cantando en las murallas sonrosadas

por las luces más frías del invierno,

bajo una lluvia de campanas negras

rueda la tarde como un casco de oro

sobre la filigrana del asfalto

golpeando las esquinas y las rejas,

serás el fuerte polen de la noche,

el cristal de la tarde, la tormenta

de música que Mozart compusiera

el día de su muerte y que no oímos,

mereces la visita de la luna,

tienes una azotea en cada ojo,

abres los muslos, abres las dos manos,

tus dos pechos apuntan a la nieve,

tu vientre es una zarza a medio arder,

¿son ramos o racimos esos labios?

morir sin estrujarlos qué delicia,

verte pasar como un río colmado,

ser ajorca en tus pies, en tu muñeca,

no besar esos labios, no creer

que esa boca te pertenece, es tuya

y no racimo que se muerde y pasa,

pasa, mujer, como una ola en lo oscuro,

pasa, mujer, como la noche pasa,

Amor tiene en los labios cicatrices,

morir sin poseerte qué delicia

tú me entregabas lo desconocido,

a qué bosques, a qué palacios altos

me llevabas cuando nos encontrábamos,

a qué ácido estanque, a qué palmeras,

a qué tardes de espinos enlunados,

a qué nave sin rumbo en la negrura,

a qué jardín desconsolado y hondo,

a qué terrazas…

… … … … … … … … … … … … … … …

Debes saberlo ahora que recuerdas:

jamás llegará nadie a este lugar,

aquí nos trae el mar los peces muertos

y no hay más vida que la de las olas

estallando en la noche de las grutas,

soñarás una barca cada noche,

soñarás unos labios cada noche,

en vano escucharás junto a las rocas,

jamás llegará nadie a este lugar,

recorrerás las salas del convento,

escrutarás la faz de la Diana,

los gatos mirarán la fría aurora,

habrá un fresco con grumos de salitre

en la cripta, sin techo, del castillo,

el huracán arrancará geranios,

jamás llegará nadie a este lugar,

jamás llegará nadie a este lugar

y las gaviotas me darán tristeza

Monteroso al Mare, 1972

Simonetta Vespucci

Il vostro passo di velluto

E il vostro sguardo di vergine

violata.

Dino Campana

Simonetta,

por tu delicadeza

la tarde se hace lágrima,

funeral oración,

música detenida.

Simonetta Vespucci,

tienes el alma frágil

de virgen o de amante.

Ya Judith despeinada

o Venus húmeda

tienes el alma fina del mimbre

y la asustada inocencia

del soto de olivos.

Simonetta Vespucci,

por tus dos ojos verdes

Sandro boticelli

te ha sacado del mart,

y por tus trenzas largas,

y por tus largos muslos,

Somonetta Vespucci

que has naciso en Florencia.

De “Sepulcro en Tarquinia”

Un poema

Ciervos que en la espesura,

o junto al agua quieta de las charcas,

bajo luna madura,

amarillenta,

se llaman y responden,

se llevan y nos traen

con la brisa

(como los ruiseñores)

nuestra esperanza en otra vida no mortal.