Poeta colombiano nacido en Santa Rosa de Osos en 1885.
Su vida fue un continuo y desgarrado peregrinaje por diversos países de América. Estuvo radicado en Guatemala, Honduras, Costa Rica, El Salvador, Cuba y Perú, colaborando en toda suerte de publicaciones literarias y políticas.
Debido al espíritu bohemio que lo marcó siempre, la pasión y la nostalgia formaron parte esencial de su obra, signada además por la angustia y la sensualidad.
Finalmente fijó su residencia en México donde falleció en 1942.
Acuarimántima
I
Vengo a expresar mi desazón suprema
y a perpetuarla en la virtud del canto.
Yo soy Maín, el héroe del poema,
que vio, desde los círculos del día,
regir el mundo una embriaguez y un llanto.
¡Armonía! ¡Oh profunda, oh abscóndita Armonía!
Y velaré mi arduo pensamiento
sotto il velame degli versi strani,
fastuoso, de pompas seculares;
perfecta en sí la estrofa del lamento
y a impulso de los ritmos estelares.
Columpia el mar su cauda nacarina,
e imbuida en la clámide del río
pasa en la bruma fúlgida la carne de la ondina.
Grana el campo nutricio, fluyen mieles,
una deidad inflama las horas con su llama
y loa el día azul un coro de donceles.
Romero: ¿no rebosa el corazón
por la noche de sombras evocadas,
por la tierra de arrugas trabajadas,
del Tiempo y el Espacio la múltiple emoción?
Brilla en las lejanías invioladas
vaga ciudad, e! viento da en los juncos,
los juncos gimen bajo el viento rudo…
Romero, ¡que se vierta el corazón!
y la ternura y la tristeza mía
canten en el crepúsculo: ¡Armonía!
Yo, Rey del reino estéril de las lágrimas,
yo, Rey del reino vacuo de las rimas,
con mis canciones ebrias
que un son nocturno hechiza
y con mis voces pávidas,
anuncio las cavernas del Enigma.
En mis siete dolores primarios se resume,
como en alejandrino paradigma,
la escala del dolor que el mal asume.
Tenebrosa, recóndita Armonía…
Mi numen, fuerte, no es aquel tan puro
como el cerrado corazón de un monte;
pero sobre sus ruinas de inocencias
haré brillar, ebrio del dolor puro,
una gota de luz del corazón del monte.
II
En libre vuelo, el cielo de mi América
hender he visto un cóndor negro, errante.
¿Qué abismo circunscribe? ¿Qué intacta nieve augura?
Por las arterias de los ciervos montesinos
discurre para el cóndor la sangre enardecida,
bajo las pieles lúcidas, entre las carnes bellas.
¡La presa viva!, ¡el pico ensangrentado!,
¡el ala pronta!, ¡el ímpetu del vuelo!
y un delirar de cumbres y centellas.
Así mi impulso al aura de la vida,
y así mi Musa en su ilusión liviana
de que brote la carne un lirio místico.
Bestia de los demonios poseída,
¡oh carne, es hora ya del don eucarístico!
Cintila el cielo en gajos de luceros,
y querubes de vuelos melodiosos
revuelan de luceros a luceros.
Tengo la sensación de que discurro
delante de los pórticos sagrados:
alguien dice mi nombre a la distancia;
brotan dulces jardines los collados
y asume mi ternura en su fragancia.
Claridad estelar, templo encendido,
rima errante por noches de pavura,
huerto a la luz de Vésper. En olvido
mi ser se muere, mi canción no dura,
¿y fui no más un lúgubre alarido?
Carne, bestia, mi Amiga y mi Enemiga:
yo soy tú, que por leyes ominosas,
cual vano mimbre que meció una espiga
te haces nada en el polvo de las cosas…
¿Y la divina Psiquis, la Rosa entre las rosas?
¿Y mis amores que irisé de lágrimas?
¿Y mi ciudad nebúlea tras la ilusión del día?
¿Y mis antorchas que erigí de emblema?
¿Y esta inquietud, y este ímpetu anhelante
hacia una ley o una verdad suprema?
Pesa sobre tus pétalos, ¡oh Rosa
Espiritual! tan lóbrega y cerrada
la noche, tan vacía y rencorosa,
que en vano el brillo de tu broche efunde.
Amor. Deleite. Horror. Pavesas. Nada.
¡Nada, nada por siempre! Y merecía
mi Alma, por los dioses engañada,
la Verdad, y la ley y la Armonía.
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
y activa y valerosa, ¡oh alma mía!
III
Como en la vaguedad de un espejismo:
-¿qué sabes? -mi conciencia me interroga,
fluïda en llanto entre mi propio abismo.
Y miro el mar ardiente, el monte flavo
que suaviza el azul, la estrella límpida
rielando en el rocío del capullo;
y en sus cunas los cándidos infantes,
cazados con las redes del arrullo
por el sueño de manos hechizantes.
Y vuelto a mí, gimiendo el corazón:
-¿qué sabes? -vanamente me interrogo,
mudo, bajo la múltiple emoción.
Sólo un saber escondo claro y justo;
llévole como antorcha y como daga
en medio del cerrado laberinto;
en su vasta amplitud mi fe naufraga
y hallo en su anchura incómodo recinto.
Se oyen sordos, roncos lamentos,
y alzan sus puños en el vacío
los pensamientos.
¡Oh menguado saber, pobre riqueza
de formas en imágenes trocadas,
ley ondeante, ciencia que alucina,
que cada noche en el silencio empieza
y cada día con el sol culmina!
¡Oh menguado saber de la iracunda
vida que ante mis ojos se renueva,
germinal y crüel, ciega y profunda;
madre de los mil partos y el misterio
que al barro humilla y a Psiquis subleva!
Como ventana que el azul del cielo
circunscribe, se entreabren los sentidos.
¡Pobre, ruïn saber! Y, sin embargo,
la leve mariposa del anhelo
entra por la ventana sin ruïdos.
Cuaja en el corazón de la manzana
la dulzura estival; la mariposa
vuela del fondo de la carne humana.
¡Que al claro cielo
suba el anhelo!
Por ese vuelo, la heredad natía
canté, con ritmo del ideal retorno,
en la ingenua parábola temprana.
En el turquí del éter desleía
un nácar tenue mi primer mañana.
Por ese anhelo entre los acres pinos
y las rosas en llamas del ocaso,
al hablar dejo la palabra trunca:
el tiempo es breve y el vigor escaso,
y la Amada ideal no vino nunca.
Por ese anhelo, en rimas balbucientes
canto el rojo camino que a la tarde
se pinta en la montaña evocadora,
o a la vívida luz del sol temprano,
como una obsesión conturbadora
de sangre y sangre en el azul lejano.
Y por él amo, en fin, y por él sueño
con una honda transfusión divina
de la luz en mi carne de tortura,
¡puesto que está la estrella vespertina
sobre el horror de esta prisión oscura!
Columpia el mar su cauda nacarina,
y en ustorios relámpagos de espejos
esplende en bruma de ópaco la carne de la ondina.
Y fluye Acuarimántima a lo lejos…
IV
Yo descendí de la antioqueña cumbre,
de austera estirpe que el honor decora,
el alma en paz y el corazón en lumbre,
y el claro sortilegio de la aurora
bruñó mi lira y la libró de herrumbre.
Y fui, viajero de nivoso monte
y umbría roza de maíz, al valle
que da a la luz su fruta entre su llama:
había miel de filtros de sinsonte
que derrama canción de rama en rama.
Y el mar abierto, a mí divinamente
su honda virtud hizo afluir entera:
gusté su yodo… y la embriaguez ignota
de no sé qué sagrada primavera
bajo la paz de una ciudad remota.
Fulgía en mi ilusión Acuarimántima.
Ciudad del bien, fastuosa, legendaria,
ciudad de amor y esfuerzo y ufanía
y de meditación y de plegaria;
una ciudad azúlea, egregia, fuerte,
una Jerusalén de poesía.
Y como los cruzados medioevales,
ceñíme al torso fúlgida coraza
y fuime en pos de la ciudad cautiva,
burlando la guadaña de la Muerte
y la fortuna a mi querer esquiva.
La ondulante odisea rememoro
con amor y dolor… Un linde vago,
de súbito sangriento, ya cetrino…
Un buque… un muelle… un joven noctivago…
y el tono de la voz… y el pan marcino…
La maravilla comba, transparente,
de las noches de junio hacia la hondura
de un huerto viola, en ácidos alcores;
y allí la levadura de mis cantos,
hecha de mezquindad y sinsabores.
Y aquella niña del amor florido
y oloroso, y ritual, y enardecido,
el seno como un fruto no oprimido,
y un dulzor en los besos diluïdo,
y un no sé qué… que túrbame el sentido.
Y la huraña beldad, el mármol yerto
e inconmovible; y la Infantina huraña
que era el postrer jazmín que daba un huerto…
¡Me figuro las luces de sus ojos
como dos cirios de un cariño muerto!
Y el arduo afán en el impulso vario
por resolver el canto en melodía.
Derrame un ruiseñor en el himnario
toda la miel del día.
Un rumor milenario,
y la luz de tu lámpara ¡oh Sophía!
Húmedos los cabellos -cristalinos caireles
de agua y sol-, aún ondulan fantásticas ondinas;
mientras danza en la luz un coro de donceles
por la playa al influjo de las sales marinas…
V
Turbaban mi conciencia en el precario
vivir, el ala inquieta, el viento vario,
fantasmas familiares,
misterios presentidos,
amores y cantares
de jóvenes floridos,
el vino, el mar, el día en el Acuario.
Y la meliflua vocación interna;
sentir, cantar, en raptos doloridos
“ser yo”, -“no ser”-, en sucesión alterna.
Tronco en la plenitud, hundió mi alma
su raíz en el légamo de muerte
que nutre las corolas de la vida,
y dio el perfume infuso en su ramaje.
Vuela el perfume,
mas se consume;
ilusorio celaje
pide al éter sutil
que lo asume
y en el raudal fluïdo de las auras de abril
hace el viaje
y se consume…
¡Oh insaciedad del hálito y la nébula,
y el amor, y el impulso, y el anhelo!
No un dios pagano, pero sí su rastro.
No el himno divo, pero sí el suspiro.
No el mármol, mas el plinto de alabastro.
Y una sensualidad de antiguo giro.
VI
Y fui después un numen transitorio,
sombra y canción en la embriagante tierra,
un sino raro y un deleite raro.
Ya el crepúsculo estivo el día cierra
y lejos brilla un tenebroso faro.
La dama de cabellos encendidos
fecunda con mi sangre sus huertos prohibidos.
Y una inquietud frenética y gozosa
mi paz, mi sueño, mi vigor consume,
y un huracán mi plenitud doblega.
¡Soy esa sombra que cruzó el camino,
en sangre tinta… de lujuria ciega!
Soy esa sombra pávida, cautiva
de un gran misterio en el Misterio oculto.
Huella la flor azul pata lasciva
de cabrón negro, y el divino himnario
sella Satán con sellos de su culto.
Mi pena errante con mi vino loco
en el turbión del vicio la sepulto.
Soy huésped de garitos y tabernas.
Disputo al “puede ser” un pan ingrato;
y dejo que mi carne, ruïn loba
de lúgubres anhelos arrecida,
se me abandone al logro del deleite,
desnuda en la impudicia de la vida.
Entúrbiase la clara inteligencia.
La idea afluye en nieblas ondulantes.
Es el goce monótona frecuencia:
igual en el deliquio y el suspiro…
¡Dadme un beso, un contacto y una esencia,
una sensualidad de nuevo giro!
VII
Y mi mano sacrílega se tiñe
de tu sangre, ¡oh Imali, oh vestal mía!
Mas no fue mi ternura, fue un furor…
Si de nuevo, a mis ojos resurrecta,
te pudiese inmolar, te inmolaría.
¿Ya ves, oh Imali, que no fue mi amor?
Gozoso aún y pávido y tremente,
huí a la sombra, la cerrada sombra
que en su mudez acoge las iras y los vértigos.
¡Un hueco en tus entrañas, tierra dura!
¡Soledad, un refugio en tus entrañas!
¡Tu ojo sin vista, lobreguez impura!
Mas la sangre fluía. en chorros de carbunclos.
Ante el cadáver lívido, sin blandones, sin túmulo,
todo estaba sangriento.
-“Asesino”, “Asesino” -susurraba y se iba el viento.
En los prados del monte fueron crimen mis huellas.
Como vírgenes desoladas
me bañaron de llanto las estrellas.
En las playas de luz mojadas
di un alarido al ver el mar que hervía;
y huyendo en pos, en pos de la noche que huía,
me ensangrentó la sangre horrible del alba del día.
-“Asesino”, “Asesino” -susurraba y se iba el viento.
Y los pastores me negarían sus cabañas.
Las rocas me aplastarían en sus entrañas.
La paz es mi enemigo violento
y el amor mi enemigo sanguinario.
¿Y a qué tu sombra, oh noche del lúbrico ardimiento,
si entre mi corazón ardía el tenebrario?
Viajó mi alma en íntimas pasiones
de Cristos coronados de congojas;
¡el pudor!, ¡el honor entre sayones!
Fui rosa negra de mil rosas rojas
del vicio en las ocultas floraciones…
Mas el azul a mi dolor heroico
abrió su abismo de fulgencias puras,
soles remotos, nébulas, centellas
y estuve opreso por las lumbres de ellas
del hilo de oro del collar del día;
y un anhelar de espacio dio sus alas
a mi desconcertada poesía.
En la lluvia de gotas de mi sangre,
tras el velo irisado de mis lágrimas,
-vago sueño- sus brumas deshacía,
-vago sueño- mi vaga Acuarimántima.
VIII
Retorno de tal sueño hacia la playa,
realizado mi afán. La tierra invoca
su ley que mis empeños desvirtúa.
Oigo el grito del mar que me penetra,
y ansia de paz perenne me extenúa.
¡El mar!, ¡el mar!, ¡el mar!, ¡ambiguo y fuerte!
Su espuma brinda a mi ruindad su imperio
en astillas de mástiles fallidos.
Ráfagas de misterio…
Monstruos inconocidos…
¿No brilla, entre la niebla, Acuarimántima?
¿No se oye limpia, trémula canción
que pueda, en el aliento desvaído,
sonar, aletargar el corazón
y pasar?
No se oye nada.
Silencio y bruma, soplos de lo arcano.
La luz mentira, la canción mentira.
Solo el rumor de un vago viento vano
volando en los velámenes expira.
La noche adviene, de mortuorio emblema.
Retumba en mi recuerdo mi alarido,
mi estéril tiempo en mi inquietud suprema.
El trágico dolor ha concluido.
Yo soy Maín, el héroe del poema.
Florece el cielo en gajos de luceros,
y querubes de vuelos melodiosos
revuelan de luceros a luceros.
Y no decir, y no tener palabras
tan llenas de tu goce vespertino
y tu sueño nupcial, ¡oh campesino
que cruzas con tus carros rechinantes!
En tu ilusión un hálito divino
te ha poblado de niños los instantes.
Y ver, desde esta cima de ternura
y valeroso amor, en toda cosa
el Enigma, el Enigma Invïolado.
¡Oh carne!, y tú destilas el pecado,
y… y…
¡El enigma por siempre invïolado!
Y por toda verdad, saber ahora
que brilla el mar, que el monte se estremece,
que fulge Sirio en el confín lejano;
y que, al frustrarse el giro de mi vida,
al giro de la suya grana el grano.
La luz mentira. La canción mentira.
Que fui por los instintos inmolado
ante el ara de un dios; que un soplo frío
de lóbrego misterio he suscitado:
que un dolor nuevo está en el plectro mío
y el plectro en el dolor purificado.
Lúgubre viento sopla entre los juncos;
los juncos gimen bajo el viento rudo.
Cantan en el crepúsculo.
IX
Honda, inmóvil, letárgica laguna
que semeja el sepulcro de la luna,
se tiende hasta el ilímite horizonte,
y a la tristeza vesperal se aduna
un viento de ultramar y de ultramonte.
Cantan en el crepúsculo
y un leve son de esquila
vuela en el éter trémulo.
Que mi rumor se extinga blando, tenue,
ola en onda, onda en pompa, pompa en iris,
como vágulo aroma en la memoria;
y me reintegre a la epopeya trunca
en la ciudad de nieblas de mi gloria.
Cantan en el crepúsculo. ¡Armonía!
Y que olvide la brega transitoria,
y el no ser más -y el no ser menos nunca-,
del hilo de oro del collar del día.
¡Armonía! ¡Armonía!
Y el ancla suelte a místicas regiones,
no humano ya mi desear: divino
mi poseer,
mientras en el desmayo del crepúsculo
rueda sobre los ásperos terrones
el carro del campesino,
y fulgura, real, tras el velo de mis lágrimas,
erigida por mi dolor con el mármol de mi poesía
-¡y mía, mía, mía!-
mi nebúlea azulina Acuarimántima.
¡Armonía! ¡Armonía!
Canción de la hora feliz
Yo tuve ya un dolor tan íntimo y tan fiero,
de tan cruel dominio y trágica opresión,
que a tientas, en las ráfagas de su huracán postrero,
fui hasta la Muerte… Un alba se hizo en mi corazón.
Bien se que aún me aguardan angustias infinitas
bajo el rigor del tiempo que nevará en mi sien;
que la alegría es lúgubre; que rodarán marchitas
sus rosas en la onda de lúgubre vaivén.
Bien sé que, alucinándome con besos sin ternura,
me embriagarán un punto la juventud y Abril;
y que hay en las orgías un grito de pavura,
tras la sensualidad del goce juvenil.
Sé más: mi egregia Musa, de hieles abrevada,
en noches sin aurora y en llantos de agonía,
por el fatal destino de dioses engañada
ya no creerá en nada… ni aún en la poesía…
¡Y estoy sereno! En medio del oscuro “algún día”,
de la sed, de la fiebre, de los mortuorios ramos
-¡el día del adiós a todo cuanto amamos!-
yo evocaré esta hora y me diré a mí mismo,
sonriendo virilmente: -“Poeta, ¿en qué quedamos?”
Y llenaré mi vaso de sombras y de abismo…
¡el día del adiós a todo cuanto amamos!
Canción del día fugitivo
Como en lo antiguo un día, nuestro día
demos al goce estéril…
Y tú tienes, ¡oh lamma!, ¡oh carne mía!,
toda la melodía del instante
en la blancura azul de tu semblante.
Déjame que circunde
tu frente con mis besos.
Por quién sabe qué sinos de la hondura,
o acaso por qué númenes divinos,
al cantar las alondras a Eva pura
oí el cantar, y confundí los trinos.
Y fuéme el día gárrulo mancebo
de íntima albura, y ojiazul, y tibio,
y fuéme el viento
y el mar ambiguo…
El amor en mi sangre se hacía llamaradas.
Mis sienes vi de lampos circundadas.
En mi jardín precipitaron sus mieles las
granadas.
Fulgían los luceros, afluían las hadas,
y yo quise volar a cumbres nunca holladas.
Pero mi ardor interno me fue melancolía.
Todo el humano impulso lo circunscribe el día,
el pequeñuelo círculo del día,
burbuja de ilusión, burbuja vana
en que flotas, ¡oh lamma!, ¡oh carne mía!,
y que es ahora y no será mañana…
Recuerdo vagamente, como en sueños
se evoca a veces un antiguo ensueño.
Bajo el ala de luz del alba pura
que anuncia el parto místico del día,
tu mano azúlea, de viril factura,
guiaba el carro en la extensión madura
del valle que en Octubre descendía.
Un viento, un viento hería el espigal,
y el rumor de las eras en el viento
tras el viento salíalo a alcanzar.
Con su oro viejo, líquenes ducales
historiaban del álamo los nudos,
y había una asamblea de zorzales
por los racimos castos y desnudos.
Un viento, un viento hería el espigal,
y el rumor en el viento, tras el viento,
era como un plañir y un no lograr.
A sus rejas, la novia del labriego,
fértil y matinal, vimos ceñida:
la besa él y la colora luego
rubor de amor, ¡oh poma de la vida!
Y cantas tú, ¡oh lamma! Y el son del espigal,
la onda eólea, el melódico fluir,
¡suénanme a un no decir y un sí otorgar!
Suspenso yo del amoroso instante,
tu acto primo, original y bello,
húmedo de la leche azul del día
y aun en sus nieblas matinales trémulo,
quise en su maravilla eternizar,
con su fluir,
con su ondular,
entre el rumor
del espigal,
en la dulzura
del vivir.
¿Dónde está mi visión: el parto místico,
el oro del octubre, el carro, el día,
tu voz dilecta, tu ademán jocundo,
en fin, la realidad suma y perfecta
de aquella hora del mundo,
con su fluir,
con su ondular,
entre el rumor
del espigal,
en la dulzura
del vivir?
Como el tono del mar cuaja en la perla,
cuaje en esta canción aquel rumor:
¡sea un lamento
que va en el viento
por mi temblor y mi dolor
el día dulce de tu amor!
¡El día! ¡El día! Su ligera túnica,
guarnecida de iris de burbujas,
deja sólo al flotar pavesa triste.
Amor, Dolor, Ensueño… ¡El Alma
era grande y el día era pequeño!
Pero en venganza lúgubre, este día
es para el goce estéril;
y tú tienes, ¡oh lamma!, ¡oh carne mía!,
toda la melodía del instante
en la blancura azul de tu semblante…
Canción en la alegría
¡Oh juventud… y el corazón… y Ella,
música en el silencio del palmar!
Brilla en mi cielo temblorosa estrella,
y el corazón, la juventud y Ella
me infunden vago anhelo de cantar.
Junio en sus brazos cálidos madura
de mayo floreal la herencia opima;
y la onda musical de la luz pura
truécase en polvo de oro de la rima.
¡Oh juventud… y el corazón… y Ella
trémula en el cordaje del laúd:
Ella florida, Ella enardecida,
Ella, todo el aroma de la vida
en la miel de la dulce juventud!
Aún siento impulso de cantar. El viento
riega efluvios de Dios por la pradera,
todo primor de nácar y de trino
en la infantilidad de la mañana
-¿Qué es poesía?
– El pensamiento divino
hecho melodía humana…
Canción innominada
Ala bronca, de noche entenebrida,
rozó mi mente, conmovió mi vida
y en vastos huracanes se rompió.
¡Iba mi esquife azul a la aventura!
¡Compensé mi dolor con mi locura,
y nadie ha sido más feliz que yo!
No tuve amor, y huían las hermosas
delante de mis furias monstruosas.
Lauros negros mi oprobio me ciñó.
Mas un lúgubre Numen me consuela.
Vuela el tiempo, mi Numen canta y vuela,
¡y nadie ha sido más feliz que yo!
De las tumbas humildes se levanta
leve flor, en el aire un turpial canta
y la tarde es ya el día que pasó.
Muda calma. Temblor. Melancolía.
¡Todo el dolor y toda la alegría,
y nadie ha sido más feliz que yo!
Carbunclos
No enflorará tu nombre un verso vano
ni entre lo cotidiano irás perdida.
Un varonil silencio. Un goce arcano.
Y por mi pensamiento soberano
hacer más honda y más sensual tu vida.
Ah, cómo en el amor estás ardida:
se va entreabriendo el alhelí de un beso
en tu boca, de múrice teñida,
y desnuda y nevada
tu carne a mi deleite fue ofrendada.
¿Qué jardín se te inunda si me lloras?
¿Mi amor no es la clepsidra de tus horas?
En tus labios no miela el colibrí:
¿la vida junto a mí no es más ensueño,
más tragedia la vida junto a ti?
Cuán lindo el pie tan ágil y pequeño…
Ya en la propicia oscuridad, desnuda,
tu carne tiembla y lánguida me oprime:
doliente y zaraheño,
grita mi corazón: “¡Si está desnuda!”
Cuán lindo el pie, tan ágil y sedeño,
cuán tibio el muslo… Ah, dueña de tu dueño:
el amor fue mi parte dispensada
en el festín de sombras de la nada…
Hoy quiero solazarme en tu ternura
como en las auras que embalsama el heno
la noche del sahumerio montesino.
¡Un beso a tu varón, mi hembra impura!
Dormir después en tu redondo seno,
tu seno blanco de ápice azulino…
Cintia deleitosa
Como una flor arcana, llameando
bajo el turquí del cielo apareció.
Fue su amor mi almohada matutina;
su seno azul, de gota coralina
en el pezón, de noche mi almohada.
Y era esencia tan dulce y regalada
la de su carne en flor, la de su boca
por enjambres de besos habitada,
la de su axila, ¡leche con canela!,
que un ansia de gozarla me extenuó.
Cintia concentra la onda de la vida.
el campo es de Ella y grana para Ella.
Mi sangre está en su carne consumida;
su alma radia con mi luz ardida,
y ella está en mí porque yo estoy en Ella.
-Dame tu axila, ¡leche con canela!
Dame tu beso, dámelo, y la lengua
fina y caliente y roja y ternezuela…
-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
fatiga dulce, letal desvarío…
-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
No más, amorcito mío,
que me muero…
Desamparo de los crepúsculos
Huyo de aquel dolor que me hizo un día
bajo el misterio incógnito del cielo
sangrar el alma silenciosamente…
¿A qué desde las áridas riberas
tender la vista al horizonte? -El claro
beso de luz en la extensión naufraga-
y antes de que la sombra me circuya,
apagaré mi espíritu intranquilo
en el fulgor violeta de la tarde…
Ya sobre el mar en gira tumultuosa
no veré más la convulsión enorme
que templó mi vigor, ni en la propicia
madurez halagüeña de los trigos
espaciaré los moribundos ojos;
ya no he de uncir las manos temblorosas
al tronco de los robles, cual solía
para trepar hasta el follaje ameno,
ni más sobre el fervor de la pradera
repicará la esquila de mis cantos;
no veré más el rayo de la luna
que se quebraba en los azules montes…
¡no veré más los ojos de los niños!
Tú, perfume y rumor del campo umbrío,
hacecillo de rosas ideales,
ánfora de virtud enaltecida
-tú- la maga de veinte primaveras,
lánguida novia de pupilas hondas
que cruzas bajo el árbol del ensueño,
¡perdóname! -la lumbre que redime
sobre los montes del confín no viene,
la fe desmaya, la ilusión desmaya,
la fuerza languidece y se desmaya…
y antes de que las sombras me circunden,
¡apagaré mi espíritu intranquilo
en el fulgor violeta de la tarde!
El hijo de mi amor, mi único hijo…
El hijo de mi amor, mi único hijo,
lo engendré sin mujer y es hijo mío;
me escribe a la distancia: estoy tan triste;
me faltas tú. Te miro en el esfuerzo
por mí, por ti, por el retorno
del polluelo a su sombra familiar,
no tengo un pan ni un techo que me cubra;
hoy habito en los muros de la mar…
El espejo
¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo…
Busqué su huella y sonreí llorando,
y el tiempo fue mis ímpetus dominando.
¿La síntesis? No se supo: un día fecundaré la era
donde me sembrarán. Don Nadie. Un hombre. Un loco. Nada.
Una sombra inquietante y pasajera.
Un odio. Un grito. Nada. Nada.
¡Oh desprecio, oh rencor, oh furia, oh rabia!
La vida está de soles diademada…
El poema de las dádivas
Era dulce, pequeña, intranquila,
con los bucles de un bronce de gloria,
con la voz infantil e insinuante
y las manos leves, cándidas e inquietas.
Fingían sus ojos rendidos
al mirar, dos profundas violetas;
su menuda presencia exhalaba
un bíblico aroma de mirra y de ungüento,
y toda su carne temblaba
como tiembla un rosal bajo el viento.
A su amor arribé muy temprano,
al cantar de la alondra primera,
y me vieron rondar sus jardines
las noches de luna de la primavera.
Mas pasó cual la sombra de un ave
sobre un lírico estanque dormido,
y quedaron vibrando, vibrando,
sus palabras de miel en mi oído.
Y ésta fue toda entera su dádiva:
la visión de unos ojos azules
donde un lampo indeciso se esconde,
¡y una voz de frescuras edénicas
que a través de mis males responde!
La otra tenía un encanto terrible
y el amor de las Reinas de Oriente,
y no sé qué avidez tan profunda
ni qué dejos de gracia indolente.
Gota a gota me daba sus néctares;
sorbo a sorbo bebía mi sangre
como en un sacrificio cruento,
y su brava pasión era un vórtice
y una llama y un aire violento…
Y ésta fue, toda justa, su dádiva:
el temprano saber de la ciencia
que destruye enemigos cuidados,
y el recuerdo de aquella frecuencia
en los brazos duros, firmes e insaciados.
La tercera, de manos filiales,
olorosa a reliquias antiguas,
destilaba venenos letales
en dulces palabras exiguas.
Evocaba las noches profundas,
subyugantes, de mórbido imperio,
en la tórrida selva cargada
de aromas sutiles, de vago misterio.
Parecía en los ojos absortos
de un incógnito anhelo cautiva,
y en su adusta esquivez era fácil
y en su vasta indolencia era altiva.
Y ésta fue, simplemente, su dádiva:
la experiencia de amores extraños,
de un trémulo busto, de un alma inasible…
la pena inconforme del goce perdido…
y, después de todo,
¡la inquieta avaricia de un nuevo sentido!
La otra, que ardía en mil llamas ocultas,
era fértil, reidora, violenta,
ya trueque de un beso, de un mimo, de un canto,
con secreto orgullo gustaba su afrenta.
Era mía, era mía, era mía
en el huerto, en la luz, en la sombra…
(¡Embriaguez matinal, quién te llama
por mi voz! ¡Juventud, quién te nombra!)
Y ésta fue, fatalmente, su dádiva:
el temblor femenil de la carne
que en mi propio temblor se extenúa;
la gota de acíbar que un genio maléfico
en el vaso colmado insinúa;
y en las horas de examen doliente,
la obsesión de la rabia postrera
que al mando del tedio inclemente
arrojó un corazón en la hoguera.
Y después, y después… cuántas manos
al haz de mis nervios asidas…
cuántas trémulas sierpes de fuego…
cuántas torres de orgullo, rendidas…
La una, que fue largamente suspensa
de mi voz, de mi gesto más leve;
la otra, que mira, que calla y que piensa
un trágico impulso, mas nunca se atreve.
Las unas, volubles, pérfidas y locas;
las otras, ardidas en llamas constantes;
discretas acaso, de un dulce misterio,
o acaso extenuadas y siempre anhelantes.
…Una, simple, dejóme el gustoso
sabor de las horas inútiles
en vano y amable sosiego;
otra, rica en olor de sus campos,
aromó mis noches de albahaca y espliego.
La dama fortuita, de tenues perfiles,
melancólica, unciosa y extraña,
se asoma en la honda cisterna del tiempo
envuelta en un halo de luz de la tarde;
la postrera, de impulsos diabólicos,
me dejó coronado de espinas:
mi corazón entregué a sus antojos
y le estrujaron sus manos dañinas.
¡Mujeres de un tiempo florido y lejano!
¡Mujeres de un tiempo duro, tempestuoso!
Las que ofrendan cándidas, el beso temprano,
las que dan, malignas, vino peligroso…
las que piden bellos madrigales
y dardos ocultos en las breves glosas
que van a adularlas…
¡Mujeres que ponen su soplo en las rosas
para deshojarlas!
¡Por ellas, cargado de mieles y acíbares,
el corazón, rebosante. se entrega;
por ellas diluye su propia virtud en un cántico,
como la esencia que el bosque nocturno
diluye en las alas de un aire romántico!
El rastro en la arena
¿Querellas en el viento? ¿Clamor contra la nube
que sube y sube y la deshace un viento?
¿Congojas cuando el lirio del día se extenuó?
¡Si aún vivo yo! Si aún gozo mi lírico momento,
la luz, el aura, el amoroso aliento…
Dos fértiles mancebos de Jonia divagaron
¡remoto día!
¡fulgente día!
por las sensuales playas de Lesbos fervorosa,
sobre el cristal undívago que al sol reverberaba,
bajo el turquí lumíneo que el ámbito envolvía…
¡ríanse las olas y un gran rumor las llena…
Si fue con los mancebos el goce y la ufanía,
¿qué importa que no duren sus rastros en la arena?
Elegía del marino ilusorio
Pensando estoy… Mi pensamiento tiene
ya el ritmo, ya el color, ya el ardimiento
de un mar que alumbran fuegos ponentinos.
A la borda del buque van danzando,
ebrios del mar, los jóvenes marinos.
Pensando estoy… Yo, cómo ceñiría
la cabeza encrespada y voluptuosa
de un joven, en la playa deleitosa,
cual besa el mar con sus lenguas el día.
Y cómo de él cautivo, temblando, suspirando,
contra la Muerte
su juventud indómita, tierno, protegería.
Contra la Muerte,
su silueta ilusoria vaga en mi poesía.
Morir… ¿Conque esta carne cerúlea, macerada
en los jugos del mar, suave y ardiente,
será por el dolor acongojada?
Y el ser bello en la tierra encantada,
y el soñar en la noche iluminada,
y la ilusión, de soles diademada,
y el vigor… y el amor… ¿fue nada, nada?
¡Dame tu miel, oh niño de boca perfumada!
Elegía platónica
Amo a un joven de insólita pureza,
todo de lumbre cándida investido:
la vida en él un nuevo dios empieza,
y ella en él cobra número y sentido.
Él, en su cotidiano movimiento
por ámbitos de bruma y gnomo y hada,
circunscribe las flámulas del viento
y el oro ufano en la espiga enarcada.
Ora fulgen los lagos por la estría…
Él es paz en el alba nemorosa.
Es canción en lo cóncavo del día.
Es lucero en el agua tenebrosa…
En las noches oceánicas…
En las noches oceánicas
de los campos de Cuba,
muchachuela rural ha llamado a mi hombría;
tiene las carnes fúlgidas,
tiene los ojos bellos,
desnuda muestra corales vivos
ardiendo en sus mamelias…
La canción de la vida profunda
“El hombre es cosa vana, variable y ondeante…..”.
Montaigne
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar…
Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonría…
La vida es clara, undívaga y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en Abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña oscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal.
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…
-¡niñez en el crepúsculo! ¡laguna de zafir!-
que un verso, un trino, un monte, un pájaro
que cruza,
¡y hasta las propias penas!, nos hacen sonreír…
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.
Mas hay también ¡oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver;
un día en que discurren vientos ineluctables…
¡Un día en que ya nadie nos puede retener!
La carne ardiente
En un jardín de aquel país horrendo
hallé a Fantina, de ojos maternales
y desnudeces mórbidas, tejiendo
guirnaldas con las rosas vesperales.
Y cual las agujas túrbidas de un río
que rompe un viento en procelosa huella,
gimió de amor mi corazón sombrío
y suspiró mi mocedad por Ella.
“Fantina -dije con ahogadas voces
que al brotar abrasábame la lengua-,
quiero hundir mis mejillas en la falda
de tu traje, que apenas roza el viento,
entreverar un lirio en tu guirnalda
y ungir tus trenzas con precioso ungüento”.
La vi volverse, rígida y sañuda,
por esquivarme el juvenil encanto:
¡quizá en mis voces se sintió desnuda
y la vergüenza desató su llanto!
En la tórrida noche cenicienta
de ondas pesadas, que al jardín caía,
miré mi carne ansiosa y opulenta,
¡y en un rojizo resplandor ardía!
La estrella de la tarde
Un monte azul, un pájaro viajero,
un roble, una llanura,
un niño, una canción… Y, sin embargo,
nada sabemos hoy, hermano mío.
Bórranse los senderos en la sombra;
el corazón del monte está cerrado;
el perro del pastor trágicamente
aúlla entre las hierbas del vallado.
Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena,
y llora, como yo, por el influjo
de la tarde traslúcida y serena.
Nunca sabremos nada…
¿Quién puso en nuestro espíritu anhelante,
vago rumor de mares en zozobra,
emoción desatada,
quimeras vanas, ilusión sin obra?
Hermano mío, en la inquietud constante,
nunca sabremos nada…
¿En qué grutas de islas misteriosas
arrullaron los númenes tu sueño?
¿Quién me da los carbones irreales
de mi ardiente pasión, y la resina
que efunde en mis poemas su fragancia?
¿Qué voz suave, qué ansiedad divina
tiene en nuestra ansiedad su resonancia?
Todo inquirir fracasa en el vacío,
cual fracasan los bólidos nocturnos
en el fondo del mar; toda pregunta
vuelve a nosotros trémula y fallida,
como del choque en el cantil fragoso
la flecha por el arco despedida.
Hermano mío, en el impulso errante,
nunca sabremos nada…
Y sin embargo…
¿Qué mística influencia
vierte en nuestros dolores un bálsamo radiante?
¿Quién prende a nuestros hombros
manto real de púrpuras gloriosas,
y quién a nuestras llagas
viene y las unge y las convierte en rosas?
Tú, que sobre las hierbas reposabas
de cara al cielo, dices de repente:
“La estrella de la tarde está encendida!”
Ávidos buscan su fulgor mis ojos
a través de la bruma, y ascendemos
por el hilo de luz…
Un grillo canta
en los repuestos musgos del cercado,
y un incendio de estrellas se levanta
en tu pecho, tranquilo ante la tarde,
y en mi pecho en la tarde sosegado…
La gracia incógnita
I
Nube sombría, grávida de noche,
que enluta los oleajes del invierno,
así su frente; cejas enemigas
roban la escasa lumbre a sus ojuelos.
Y es su sonrisa como un alba fúnebre.
Y es su ademán como un blandir de hierros.
La boca innoble y ávida destila,
-fruto de Satanás- hondos venenos.
Mas en la sombra y el callado instante
del suspirar, del anhelar sereno,
cuando tiemblan los astros en las aguas
y está en los pozos el caudal del cielo,
el hombre aquel inclina la cabeza,
oye un tumulto lírico en su pecho,
y sus ásperas formas armonizan
del mundo con el plácido concierto.
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?
II
Muertos lagos nocturnos, en sus ojos
la claridad del valle se destiñe,
y la encendida, innumerable tierra
en borrosos espectros se deslíe.
Las mieles del amor entre sus labios
congela un viento soporoso y triste;
opresa de los músculos su alma
tan sólo amargos pensamientos rige.
Pero después, en las purpúreas horas
en que la tarde, conmovida, rinde
sus violetas al mar, y en los pinares
ardiente soplo de inquietud imprime,
ella, la joven lóbrega, se incendia
en albas de suavísimos matices,
mientras -cautivo de visión gozosa-
más allá de la tarde un niño ríe…
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?
III
Tétrica faz, indómitos mechones,
mano inhábil y lúgubre sonrisa…
Como arroyo que fluye entre los légamos,
su sangre es tarda, perezosa, fría.
La ancha cabeza intonsa mal sostienen
los desmedrados hombros; pensaríais
que se engendró del sueño con que tornan
las viejas de las fúnebres vigilias.
Pero decidle una palabra dulce,
de humano amor con óleos prevenida,
un ritmo que sus nébulas evoque
la visión de una Cólquide divina,
y él arderá como el incienso rubio
puesto a expirar entre las brasas vivas,
mientras su faz anémica se enciende
con la hermosura de mil rosas íntimas..
¿En dónde está la gracia
de un rostro que yo he visto?
Lima
Lima es como un lienzo
lleno de colores
que arrulla mis horas
ayunas de amores…
Todas las mañanas nacía de una ojera,
limpiaba las cúpulas con albo pañuelo,
y se dibujaba un poco azulina
sobre el escarlata límpido del cielo.
A veces lloraba tiernamente ungida
por constelaciones de finos diamantes.
Recogía colores con delicadeza,
y con el del cielo,
plasmaba en hermoso cuadro a la tristeza.
Sus horas pintadas,
galas de donceles,
eran como un bello
trotar de pinceles.
Pero sobre todas las amables horas,
¡oh, sus deliciosas horas pecadoras!
muerte y vida juntas, dentro de un temblor;
azules delirios, fiebres tentadoras,
¡que hacen de la vida la ley del amor!
Mi vecina Carmen
Esta noche tengo miedo de estar solo… Entre
la sombra,
un fantasma de ultramundo sigue mi paso,
veloz…
Me parece que se acerca, que me palpa, que
me nombra…
Esta noche tengo miedo de estar solo… Entre
la sombra
leves rumores semejan un suspiro y una voz…
Todos en el barrio saben la historia de mi vecina:
¡Ingenua, fragante historia de ardorosa juventud!
Por sus cabellos profusos y por su carne
ambarina…
Todos en el barrio saben la historia de mi vecina,
que, nevada y sonriente, reposa en el ataúd…
Esta noche tengo miedo de estar solo. Me acongoja
el recuerdo aún no lejano de un drama del corazón…
Eran sus manos tan ávidas, era su lengua tan roja…
Esta noche tengo miedo de estar solo. Me acongoja
el ritmo precipitado de mi propio corazón…
Caía en sombras la tarde cuando murió mi vecina…
En la sala de su casa destella un foco de luz…
Están rezando el rosario… y una comadre ladina,
la que pasaba las horas riñendo con mi vecina,
reza más alto que todas, puestos los brazos en cruz…
¡Carmen, diabólica y santa! Sus grandes ojos extraños,
atrevidos y falaces, humillaron mi candor;
el bálsamo de sus besos ungió mis veintidós años…
¡Era tan bella y tan rara! Y entre sus bucles castaños
dormí dos noches azules -¡dos noches no más!- de amor…
Y hoy que ha muerto, tengo angustia de estar solo:
hay un rumor
de oraciones en el aura que llega quedo, muy quedo…
¡Que abran la puerta! ¿Hace luna? Tengo frío…
tengo miedo…
Me parece que de pronto viene a turbarme su voz…
Momento
Yo fuerte, yo exaltado, yo anhelante,
opreso en la urna del día,
engreído en mi corazón,
ebrio de mi fantasía,
y la Eternidad adelante…
adelante…
adelante…
No tardaré, no llores…
No tardaré. No llores.
Yo para ti he cogido
del áspero romero azules flores;
las aves en su nido;
cristales en las grutas;
las mariposas en su vuelo incierto;
y de los viejos árboles del huerto
las sazonadas frutas.
Y he aprendido las lánguidas querellas
que cantan al bajar de la montaña
los grupos de doncellas; y la conseja extraña
que, mientras silba ronco
el viento en la vetusta chimenea,
cuenta alrededor del encendido tronco
el viejo de la aldea.
Nocturno
¡Oh!, ¡que gran corazón el corazón del campo
en esta noche azul y pura y reverente,
todo lleno de amor y de piedad sagrada
y fuerza suficiente!
Yo le escucho latir y comprendo mi vida:
me parece tan clara, tan profunda, tan simple,
y tiene como el mar y el monte puro
su raíz en el tiempo sumergida…
Yo le siento latir, y una onda inefable
y cordial y vital me reconforta,
y no pienso que soy un barro deleznable,
y que la brega es dura y corta.
Toda inquietud es vana; la desazón soporta
-me está diciendo a voces un amigo interior-
El minuto es florido, sonoro y halagüeño,
el corazón del campo te dará su vigor
para entrar en el último sueño…
Nueva canción de la vida profunda
Te me vas, torcaza rendida, juventud dulce,
dulcemente desfallecida: ¡te me vas!
Tiembla en tus embriagueces el dolor de la vida.
-¿Y nada más?
-Y un poco más…
La mujer y la gloria, con puños ternezuelos,
llamaron quedamente a mi alma infantil.
¡Oh, los primarios ímpetus! ¡Los matinales vuelos!
Tuve una novia… Me parece que fue en Abril…
Yo miraba el crepúsculo
y creía que “eso” era el crepúsculo:
¡sí, tácita en la noche, la estrella está detrás!
El Numen de Colombia me dio una rosa bella,
mas yo perdí el crepúsculo y codicié la estrella…
-¿Y nada más?
-Y un poco más…
Y escuché que cantaban su canción de ambrosía
Pisinoe en la onda y en la onda Aglaopea:
el mundo, como un cóncavo diamante, parecía
henchido hasta los bordes por la amorosa idea.
¡Fue entonces cuando advino Evanaam, el dulce
amigo de mi alma, que no volvió jamás!
Yo amaba solamente su amistad dulce…
-¿Y nada más?
-Y un poco más…
¡Y luego… ser el árbitro de mi torpe destino,
actor en mis tragedias, verdugo de mi honor!
Mi lira tiene un trémolo de caracol marino,
y entre el dolor humano yo expreso otro dolor.
No te vas, torcaza rendida, juventud dulce,
dulcemente desfallecida, ¡no te vas!
Quiero apurar el íntimo deleite de la vida…
-¿Y nada más?
-Y un poco más…
Nuevas estancias
El aire es tierno, lácteo, da dulzura.
Miro en la luz vernal arder las rosas
y gozo de su efímera ventura…
¡Cuántas no se abrirán, aun más hermosas!
Estos que vi de niños, han trocado
en ardor sus anhelos inocentes,
y se enlazan y ruedan por el prado…
¡Cuántos no se amarán, aun más ardientes!
La tarde está muriendo, y el marino
soplo rasga sus velos y sus tules,
franjados por el ámbar ponentino…
¡Cuántas no brillarán, aun más azules!
Segunda canción delirante
Tralarí lará larí
tralará larí lará…
Al amor el alma, vaso de ternuras;
al carmín del día, la alondra solar;
luz de estrellas claras a las liras puras,
armonium e incienso al altar…
Ya mi afán extraño, de equívoco anhelo,
a mi ronca y triste desesperación:
¿Un laurel andrógino? ¿La piedad de un velo?
¿O el cárabo loco de mi corazón?
Tralarí larí lará
tralará lará larí…
Con pavor mi carne ruge sus locuras.
Mi alma en ese rugir va.
De tantos rugidos en noches oscuras
no oigo nada… nada… Tralarí lará…
Y me abrazo en llamas de lúgubre anhelo,
en una gozosa desesperación…
Mas un día… ¡un día llegaré hasta el cielo
con las llamaradas de mi corazón!
Segunda canción sin motivo
Con mi ensueño de brumas, con tu claro rubí,
¡oh tarde!, estoy en ti y estás en mí,
por milagrosa e íntima fusión…
Antes del gran silencio de las estrellas, di:
¿de qué divina mente formamos la ilusión?
¡Por mi ensueño de brumas, por tu claro rubí,
¡oh tarde muda y bella!, gime mi corazón.