Clariond, Jeannette

Reseña biográfica

Poeta mexicana nacida en Chihuahua en 1949.

Es licenciada en Filosofía, Maestra en Metodología de la Ciencia y Maestra en Letras Españolas.

Reside actualmente en en EE.UU. donde desarrolla una intensa labor literaria, no sólo como poeta, sino también como antóloga y traductora.

Su obra poética está contenida en las siguientes publicaciones: “Mujer dando la espalda” 1994, “Newariariame” en1996, “Desierta memoria” en 1997, “Todo antes de la noche” en 2000,

“7 visiones” en 2004 y “Nombrar en vano” en 2004.

Entre los premios obtenidos sobresalen el Premio Efraín Huerta 1996 y el premio Gonzalo Rojas en el año 2000.

Es antóloga y traductora de Roberto Carini, Alda Merini y Charles Wright, entre otros. Publicó recientemente una antología traducida de poetas norteamericanos, en colaboración con Harold Bloom.

A Olga Ayub en su descendimiento

Una tierra devota, madre,

un vientre para la miel de lo perdido,

tierra de todos

en el insbrik, cobre esbelto donde la espuma

multiplicaba tu rostro.

Busco la duración y no aparece.

Veo desplegarse la oscuridad

labrada

desde un brillo solitario.

Surgen en mi incertidumbre

muertas

un puñado de hojas grises.

Las formas ceden a lo inmóvil:

humo obstinado en engarzar

las perlas.

Sangra en el vidrio, astillada,

la claridad.

Ráfagas,

hojas

y el blanco templo

de muros que se esfuman.

La memoria de los sueños

son rosas que te salvan,

noticias que traen los pájaros cuando es preciso

despertar sobre la rota espuma.

La melancolía es destino

diciéndonos lo que no somos:

un huerto tejido de sombras,

la cicatriz de la tarde,

el rostro que lucha por saber quién fue.

En el portal

los pájaros recuerdan

el viaje

-y sin embargo

temo perder lo que de ti queda cuando te vas.

Desnudo frente a un espejo

El azul sargazo de tu desnudez,

las tristes cosas ante el espejo,

viejas cosas que se resisten, en su nostalgia,

contra las nuevas cosas:

los muslos firmes de las muchachas,

trazo perfecto de Delvaux.

El pan de cada sombra

I. Esta costumbre,

esta grave costumbre de perderse

al momento en que hilos,

hojas lanceoladas,

tenues luces

de rostros

se deslíen

y cuerpos se borran

como en una vieja fotografía.

Hacienda, pan,

todo guarda su nombre bajo la sombra.

Siete vados antes de entrar a la ciudad

aún esparcen su mancha neblinosa.

II. Ruinas, nogales, sicomoros

desmoronándose en mis manos,

y entre huellas

el asomo de un lugar.

Espeso polvo, cordilleras,

nocturno el cañón

donde los gansos blancos de Babícora

esparcen la ceniza que dejaste enterrada en el Chuvíscar,

en la distancia que llamamos cercana indiferencia,

sus múltiplos sumándose a la trayectoria de tus días.

El eco de tus lamentos entre muros,

la soledad que ciñó tu muerte,

mito de noches y distancia,

certeza de lo que no es.

III. Arde la aurora,

alumbra la ciudad en ruinas,

el corredor de ancha bóveda,

los caminos de tierra,

el pantanoso piso de la caverna;

y buscas en tu cuerpo

ese cuerpo

extraviado

que se hunde.

IV. De noche las persianas,

los sueños

alejando su frente,

el vino que aromó la mesa,

el mediodía;

él era el mediodía,

la morada,

el sueño de quien ve doblemente en los espejos;

y en ese sueño el alarido,

la cuerda que nos ata

de los crepúsculos

a la contemplación.

Hablará de tu luz, alas de hielo

devolviéndome el canto,

la fuerza de los años

sostenida

en un atril.

V. Qué lugar es éste en el que habito

de hojas y penumbra presentir.

El polvo sella

el hambre del recuerdo…

Cae la noche

entre el silbido de los trenes.

Vestida de novia

la muñeca

de la hacienda va

por el pasillo oscuro.

VI. Orlas, círculos en la arcada central.

El amor desciende sobre el imperio de la cera,

alumbra el pan de cada sombra,

las tardes de manganeso,

la puerta en la balaustrada

que abre al mar

de tu borrasca.

Vuelve a tu cuerpo lo marmóreo azuloso

de raíz

y desde el techo antorchas

cuando el agua del corazón adormece.

La sequía adelanta una luz

y su palabra,

al centro,

como una gran copa de alabastro.

VII. Desde lo alto del jardín

el ocelote;

desde lo alto la columna,

el blandor de la hierba,

la sal,

la blanquísima túnica del olvido;

devastada ciudad, salutación del mago

que de lejos aproxima

el resplandor,

el invierno que adivinas

y hiere

–su cobija de escarcha.

Junto al mar,

en el risco

donde los pelícanos duermen,

una reja sobre tu rostro,

una casa vacía

entre la cresta y la baja marea.

VIII. Jardín donde la rosa desgajó sus pétalos

sobre altos aleros de ébano;

las demitasses bajo el péndulo,

el piano, su macramé

deshaciéndose

entre gasas y azogues de espejo.

Un eco apenas luz

arde

en el recinto de azulejos.

IX. La pileta al centro,

los adobes, la acequia

donde flotan nardos:

cóndores que se hunden

en la niebla;

la pérgola, el vino puesto,

la silenciosa sal,

el pozo oscuro de palomas,

la lluvia contra gastados cristales,

velas que resplandecen,

remota luz que enciende

el pasado a la mesa.

X. Tres blancos potrillos se alejan…

La materia del deseo

gastada en la precisión de tus infinitos cálculos

es la noche rumiando

la dimensión del fruto,

breve en la mano abierta del invierno

sobre el blandor del pasto.

La materia del deseo,

su precisión de infinito,

es la noche,

esta noche rumiando

mi dimensión de fruto.

XI. Entre aleros y campanas,

rezos y palomas se extienden

a lo largo de la calle.

Y la madre, abismada

en su ajetreo de alacenas,

en su ir y venir

por el negro lienzo,

por el negro día

donde la hierba fenece.

Los aleros se desploman

como palomas muertas.

Así van sumándose las horas,

el crujir de la madera,

las sombras de los sicomoros

en medio de un silencio,

en medio de un vacío

que recorre tu espalda;

sumándose las horas,

largas horas de este invierno

que enmohece.

Mas la malla resguarda el jardín

entre azulejos.

Aquella edad

aún pende de la rama,

pájaro enfermo

que al anochecer

se abre al caudal

de una nostalgia que crece.

XII. Dos ibis sosteniendo el tiempo,

cielos para que al menos

un instante pudiéramos soñar.

Luego, los altos montes,

atolones circundando la isla,

esa limitación tatuada

de faro

y llaga de raíz,

esa perpetua gaviota perdida entre los riscos,

esa raíz oscura de lago mudo y órbita violeta.

¡Oh madre! La muerte en tus manos

y en el orto

las rosas abiertas

hacia la copa del ébano,

urnas que alumbran la levedad.

Y en el principio el Amor con sus alas rojas

sucediéndose

sobre láminas de cobre

que su piel desprenden.

Fuego, manos,

marchitan esta grave costumbre

de rostros que se deslíen

y cuerpos que se borran como en una vieja fotografía.

Hacienda, pan,

todo guarda su nombre bajo la sombra.

En las aguas de lo oscuro

Rompe nave y orilla

y se sumerge.

Da de sí

lo que de sí no tiene.

Corazón náufrago:

desatas nubarrones

y sumerges

oscuramente

el Alto Techo.

Estancias

Oscuridad

del mar en el que habito,

oscuridad, niebla,

mar

y furia en este vuelo,

oscuridad

y ni gaviota lejana,

ni certeza…

sólo pasos de muerto en mar abierto.

In requiem

Estoy cansada de amar, y de vivir,

y de morir.

Estoy cansada de pensar que amo, y que vivo,

y que muero.

Quiero salir del mundo

y entrar en mi casa.

Estoy cansada de vivir la orilla del amor.

Busco la cercanía del pez,

sus grandes ojos subterráneos.

Mis manos recorrerán su cuerpo,

hablaremos en burbujas,

óvalos serán nuestros besos.

Comeremos, dormiremos, nos abrazaremos al fondo

de las rocas.

Pero no basta ser pez. Oro en el ojo.

Es origen dar pasos en la niebla,

caminar la tempestad

y ropas y cabellos y cuerpos

se deslían, silentes, en la imagen.

Marzo 10, NY

I. Silencio blanco, sin pájaros,

y los árboles al soplo (nubes)

del ritmo del paisaje.

Entre lo que surge y lo que se va,

nieve deslíe la roca. Y el sonido del viento:

voces inciertas que lejanas

hielan

nuestras dubitativas acciones.

Una leve señal (un disparo) involuntaria

se retira de la Idea.

Desliz hacia la nada en un desierto

(presiente ya el temblor).

II. Nuestras vidas se vuelven otras vidas,

inacabadas como brillo de cristal

inacabado, y recordamos

lo fresco del rocío,

ya hoja quebradiza.

¿Somos historia? No, la mancha

invisible de la historia somos, humo

de imposible transparencia,

pero también el agua entre los robles. Mientras

tanto

sorbemos de la taza el amargo café

en que nos detenemos, inclinados los rostros.

III. No historia, sino aliento en busca

de reverdecidas ramas.

Lloraste desleído el fulgor de esas ramas

y tuve miedo de en lo oscuro ver

con gélidos ojos de muñeca,

barca en lago sin agua, barca vacía.

De tus pupilas

vi nacer el mar, claridad inefable.

Años, túneles, torres electrificadas

recorrerías para encontrar mis manos.

IV. El miedo es encontrar, pues encontrar

es encontrar la propia semejanza.

Interpretar los sueños

constituye aún nuestra peor pesadilla.

¿A quién representamos? ¿Qué parte del insecto encierra en sí el veneno?

Cada estación, como cada palabra,

traen su muerte

-apenas alcanzada, remanso

de espaciadas violetas. ¿Y el Logos,

Heráclito? ¿Para qué quiero un Logos?

Si lo que busco es alojar la luz en otra luz y

que juntas, justas, den Negro.

V. Difícil encontrar la otra parte del fuego,

no aguja en el pajar, ojo enhebrando

la textura, suelto el hilván, entrar

y salir, casi sin huella.

Fina, Angelina lo logró revisando

cada día su escribir, resguardada

bajo la espada de San Miguel y a la intemperie

en las altas mansiones de candiles sin lumbre.

VI. Ciruelo reflejado en los cristales, otoño

cayendo, flacidez y deseo, contradicción

de la naturaleza a vendavales

volviendo a la primera imagen:

el manantial entre las piedras,

y el cachorro, su fuerte ternura, en la pradera

al borde de la floresta, la saliva

en la lengua de la leona, los círculos de fuego

en sus ojos. Ay, existir siempre es destiempo.

VII. Sílabas con aroma de jazmín, tiestos cansados

y gastados cimientos, sentimientos

que revivimos sin conseguir acomodar

en relación con qué casas deshabitadas.

A las cinco el silencio del sacrificio

y la luz sobre el gallo, campanadas

sobre el húmedo pasto, insectos en las hojas

y el grito de las urracas. Ecos

de Dios, ¿de Su palabra? Morimos

muy abajo del cielo, ancestral

distancia que nos hunde

en la primera y única raíz: amanecer, sonidos.

Cielo de espejo, tierra de sepulcro.

No hay conclusión, no hay final. Hilo

y textura,

la luz del fruto, fría, dentro de mí.

VIII. Mejor ceder al resplandor

del horizonte, irrefutable.

Sueño de Dios la vida, no en paz los dioses

que inventaron la guerra y la palabra, legado de los muertos.

El fuego nombra. Con él hablamos

acerca de la luz, hablamos, con él, luz.

El compartir engendra el primer rayo

de sol, como el que veo caer sobre el marrón plumaje

del gallo (negación).

Hablar de Dios, hundirse

en la incertidumbre.

IX. ¿Medir nuestros sentires? ¿Acaso

no hay medida para el miedo del alma?

Su luz arrecia, irreversible.

El colibrí se nutre de la flor, nosotros

de deseo. Miro en silencio el cielo.

Un vuelo ocasional dispersa lo violeta del paisaje

para un sol que de golpe húndese

sin percibir que ya antes ascendía.

X. De raíces nos habla esta luz

cuyo ser se pierde

en el frío corazón del agua.

Oigo y no oigo, entro sin entrar

a la serenidad

del mar tendido

hacia el silencio o risco de la noche.

Sombra la luna de agosto,

vuelo de un ave,

todo acercándose. Realidad que no alcanzan

nuestras vidas.

Mina 1004

Arder, yo vi a mi abuela arder.

Agosto. Chihuahua, 1956. Ella ardió,

su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.

Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;

las cortinas, la alfombra, su vestido

ennegrecieron. Todo lo recogió.

“No hagan ruido, su madre está cansada”.

Lo vi salir de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.

La recogió. Ceniza y llanto recogió.

El humo de la abuela en el zaguán, las tías

sorbiendo ásperos los grumos del café.

Había que borrar lo oscuro que dolía,

disolver la sal, el llanto,

abrazarse y sofocar el temblor del viaje.

Escuchar a Paul Anka y en la falta de pulso

rayar el disco de 45 revoluciones por minuto.

Por instantes vivía, por instantes

todo fue púrpura: ella, el

cansancio, las frondas de los álamos. Después

el vidrio, el vidrio en el cedro,

el rostro quemado bajo el humo.

Ella, mi madre, también ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:

“Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir

a ver si ya está seca la ropa”.

Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura

de la hoja, del sigiloso carcomer,

del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del

florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.

De mí misma y el filtrarse del viento

que se llevaba el polvo de los sicomoros.

Niebla

I. Breve sustancia la niebla,

su clarísimo carbón, su pátina de viento…

la tierra apenas humedece

la piedra circular donde manan antiguos destellos,

el néctar petrificado,

cristales de este invierno;

y en generosa calma

buscar entre menudos giros

otoño adentro

los recuerdos

cuando todo es cascada acreciendo su abandono.

II. Bajo el murmullo de los álamos

la voz, ese leve impulso

contra el cielo,

un surco de gaviotas,

ese mar entero

de brazos que extienden su corazón de nuez,

horas de este invierno

como un tigre,

su callada resurrección entre sombras,

la vida,

recordarás la vida,

breve sustancia, voz,

lámpara que es niebla

ante el espejo.

III. Todo olvido guarda una luz,

un nombre cada fotografía,

un año cada árbol;

dorada en semillas, de grisácea arcada,

la oropéndola teje su nido.

Las nocturnas copas de los árboles

son nuestras. Nos hundimos

y no basta llegar a la raíz;

ese perderse entre sus copas subterráneas

es la voz, incierta y estrecha

apenas arde;

hora del comienzo y el fin,

suma de moradas bajo la luz de los olvidos.

IV. Sobre lajas se fija el resplandor

de un cielo rasgado,

y en la inmensidad

íntima de los bosques,

aquella edad del que nada sabía,

abierta a la luz de los deseos.

Pero la niebla ciega cualquier señal.

Ocre de raíz a río

la forma devanada de la noche,

su aliento apenas audible:

voz incierta,

apenas arde,

álamo distante

que flota en el seno de este sueño.

V. Nada queda,

sólo esa sensación de carne que se desmorona

en un paisaje de invierno.

Porque fuego es presagio de hielo,

desnudez de ángel, opreso laberinto,

ausencia

con dedos de sangre dibujada.

VI. Ligera, se va perdiendo entre los álamos

segura de su luz,

aroma de agua quieta;

en lo fugaz

del arrullo primero

la leve coincidencia.

Sólo una noche basta para alumbrar

el lento ascenso

en tenue pulso que retorna.

Dentro del hálito la quietud, su deseo

estalla

sin dispersar fragmentos.

Desde la raíz, entera, la frágil voz regresa.

VII. Todo aguarda tras el ventanal: el estero,

los ánsares, este sentir apenas el reflejo

porque oblicua nace la sombra,

la conjunción que cierra la niebla,

esa materia finísima del sueño,

su naciente verdad que llama desde lo hondo,

la desierta memoria que germina.

Ruinas

La luz es sólo apariencia de la luz…

Acaso viento,

derrumbe.

La antigua ciudad

ya reposa bajo el agua.

Sed

Ser luz que alumbra tordos entre las hojas,

sol penetrando la abierta llaga,

niebla que transforma el destino de tu sueño,

desolación de faro,

gaviota sedienta

que se aleja cuando la lluvia.

Todo antes de la noche

El viento

desmoronaba el barro,

vértigo, dolor era ese viento

en su descenso:

el encuentro

con la primera voz:

la muerte.

El muro de raíz sedienta

rasga cielos

de aquella hora.

De nuevo brotarán

salmos

palabras destejiendo

sobre el espejo.

Apenas el agua circundó la tierra

en su centro

se abrieron cavidades:

el viento devoró las copas de los cedros,

los nidos, el rostro de aquella voz.

Creer, crear la oración

que nombre su presencia,

el misterio

de su alma desprendida.

Cielo esta boca, hojas

la orilla,

el río congelado

y la tierra del recuerdo

evaporando

su fragmento de piel.

Mi ser,

mi ser errante,

mi ser,

miseria entrando,

mi ser

silueta.

Lo que no fui, siendo

afina su sombra.

Ceguera: ahí estarás.

Desde lo hondo

al viento

la dispersa ruina.

Morir, morir dentro

del árbol

al aire y lumbre

florecido.

Hija del hambre,

tus pasos segará

la pétrea luna.

Voces, voces distantes,

espejos,

palabras piedra:

Todo antes de la noche.

Hay una luz

en su aliento

de árbol,

pájaros

de aquella tarde

en fuego revestida

sobre los huertos.

Luz

el aliento del árbol.

Pájaros,

hombres,

en esa estancia herida.

Amar la luz

de aquella nube de ceniza,

los once túneles,

las huellas de las bestias,

caminos que entre las humaredas

caen del cielo.

Tierra dispersa de semilla,

guarda la salvación,

el silencio en la piedra,

la mirada del río en su sollozo.

Tierra dispersa de ceniza,

guarda la salvación,

ama la luz de aquella nube,

los límites,

el alba.

Van los hombres y las cosas

hacia la estancia primera.

La travesía es la voz.

Del monzón de arenas

emerge lo olvidado,

el polvo se levanta

en pequeños círculos.

Van a la entrada

del silencio.

A lo largo

la quietud,

la sagrada quietud

del sueño que los sueña.