Wolfe, Roger
Poeta, novelista y ensayista español nacido Westerham, Kent, Inglaterra, en 1962.
Reside en España desde los cuatro años.
Es un gran impulsor del realismo contemporáneo español representado en una obra que él mismo
ha denominado como “Escritura total”.
Su primer poemario “Diecisiete poemas” 1986, fue seguido por “Días perdidos en los transportes públicos” 1992,
“Hablando de pintura con un ciego” 1993, “Arde Babilonia” 1994, “Mensajes en botellas rotas” 1996,
“Cinco años de cama” 1998, “Enredado en el fango” 1999, “El arte en la era del consumo” 2001
y “Noches de blanco papel”, poesía reunida (1986-2001.
Recibió el premio Anthropos en 1991 y el premio Ciudad de Barbastro de novela corta por
“Fuera del tiempo y de la vida”.
8 Poemas en forma de artefacto
Y ahora
que estás
en España
que como
ya sabrás
es un país
en el que impera
el Estado
de Derecho
nunca olvides
que tu libertad
termina
donde empieza
la libertad
de los demás
le dijo
el funcionario
del Ministerio
del Interior
al inmigrante
magrebí.
* * *
Tienes derecho
a expresar
libremente
todo aquello
que te esté permitido decir.
* * *
Al terrorismo
se le llama
convivencia
si lo ejerce
un payaso
uniformado
con apoyo
de la grey.
* * *
Los demócratas
han aprendido
de las moscas:
cuanto mayor
sea el tamaño
de la mierda
tanto más grande
es el consenso.
* * *
Lanza la mierda
y lávate las manos.
* * *
Usté no sabe
con quién
se está metiendo
dijo el borracho
en la
comisaría.
Porque soy
poeta
y fui tocado
por los dioses
con el poder
de la palabra.
Y le partieron
la otra ceja
antes de darle
por el culo
con su propia
estilográfica.
* * *
No hay color
que no se doblegue
al del dinero.
* * *
-¿Eres político, Lou?
-¿Político? ¿Con respecto a qué? Dame un tema.
te daré un pañuelo, y me limpias el culo con él…
Lou Reed, “Take no Prisoners”
Hay escritores
que se empeñan
en que los libros
siempre están
en otra parte.
Somalia
Nicaragua
Mongolia
Pernambuco
Sarajevo
qué más da.
Y si te paras
a pensarlo
tiene gracia
porque al final
aciertan
sin saberlo:
cualquier
jodida parte
menos donde ellos
estén.
Otra maldita tarde
de domingo, una de esas
tardes que algún día escogeré
para colgarme
del último clavo ardiendo
de mi angustia.
En la calle
familias con niños,
padres y madres
sonrosadamente satisfechos
de su recién cumplido
deber electoral;
gente encorvada sobre radios
que escupen datos, porcentajes
en los bancos.
Corderos de camino al matadero
dándole a escoger el arma
al matarife.
Es esta condenada
impotencia.
Esta ausencia
hasta de rabia.
Este peso.
Sí, este peso:
como un frasco
de aspirinas
en un estómago
vacío.
Es tarde ya en la noche
y la playa está desierta.
Rompe el mar
sobre las rocas.
Un aire cálido,
espeso de salitre
y de recuerdos,
me baña la cabeza.
Cierro los ojos.
Inhalo.
Me dejo llevar.
Y luego pienso,
como casi siempre
que me pasan estas cosas,
en Proust.
Pero no he leído
a Proust.
Qué importa.
La vida es bella.
Quién necesita
a Proust.
Esta infinita y patética belleza
El comienzo del verano y la noche
yace como un cuerpo herido
que la aurora no consigue desvelar.
Recorro la ciudad
taconeando
en las aceras agrietadas
con mis viejas botas
de Valverde,
tan cansadas como yo
del incesante embate
de cascos rotos y batallas.
Un contenedor
arde solitario en una esquina
ante los ojos embotados
de un borracho
que ya no sabe que lo está.
No hay policía.
Y es extraño.
Dos mecánicos amantes
se palpan las partes
con gestos agotados
que ni siquiera el último
tiro de nieve emponzoñada
es capaz de revivir.
Parpadean los semáforos
tintineando en huérfana advertencia.
Y no hay sencillamente estrellas
que me valgan.
Desayunar con Nietzsche
es relativamente fácil, sobre todo
si hace sol, la lluvia es fina
-un ligero chaparrón
traslúcido y oxigenado-
o hay cigarrillos, buen café
ninguna compañía
salvo el perro
y las periódicas noticias
del gerente
de mi banco
no me impiden deglutir.
El almuerzo, cenit
de los días, me recuerda
-abatido el asomo
de sano optimismo mañanero
por dispositivos infernales
que adoptan formas sucesivas
de teléfono, timbrazo,
zancadilla callejera,
gente puesta en fila,
el sordo ronroneo
de un PC-
que la vida
es struggle for survival
como dijo Darwin
con toda la razón.
Y finalmente, horas más tarde,
tras el dudoso ensayo
de ascesis imposible
que a veces llamo cena,
Schopenhauer me conduce
renqueante y roto
hacia la cama,
murmurando
memorables últimas palabras
que el gran Will Shakespeare
utilizó mucho mejor que yo:
To die, to sleep –
To sleep, perchance to dream…
Nadie que habiendo estado,
pongamos por caso, paseando
al perro por una calle
céntrica y desierta
a las tres o tal vez a las
cuatro de la tarde,
no se haya topado
de repente
con una figura desarrapada y sucia,
descompuesta más allá de cualquier
posibilidad de remisión,
que le ruja a voz en grito
desde la otra acera: «¡Hombre!
¡Mi colega de nariz! ¡Qué tal!»,
para correr luego tras él
como una especie
de rémora renqueante
y jorobada,
sin que consiga acordarse
de quién demonios es, y
lo que es aún peor,
no quiera recordar
aunque fuera capaz de hacerlo,
sabrá nunca
lo que significa
la palabra
desasosiego.
Es inútil, le dije.
Escribir.
Escribir es inútil.
Ya, me contestó.
Ya lo estaba yo pensando
el otro día.
¿Y a qué conclusión llegaste?
Pues eso. Lo que dices
tú. Que carece por completo
de sentido.
Sólo que…; bueno,
también poner ladrillos
es inútil.
Sirve para construir casas…,
y paredes. Paredones, también.
Quizá se trate de eso.
¿De qué?
Un oficio, joder, un
oficio. Ni más ni menos
que un oficio.
¿Como decía Pavese?
No, como Pavese no. Como ese músico
de jazz. ¿Te acuerdas?
Freddie Green.
Llega, toca, lárgate.
Me faltan algunos odios todavía.
Estoy seguro de que existen.
Céline
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el locutor deportivo
de la radio del vecino
esos domingos por la tarde.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el macaco de uniforme
que sentencia -arma
al cinto- que el semáforo
no estaba en ámbar, sino en rojo.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el cívico paleto
vestido de payaso
que te dice
que no se permiten perros
en el parque.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la gente que choca contigo
por la calle
cuando vas cargado
con las bolsas de la compra
o un bidón de queroseno
para una estufa
que en cualquier caso
no funciona.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con los automovilistas
cuando pisas un paso de peatones
y aceleran.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con el neandertal en cuyas manos
alguien ha puesto
ese taladro de percusión.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
cuando le dejas un libro a alguien
y te lo devuelve en edición fascicular.
El odio es una edición crítica
de Góngora.
El odio son las campanas
de la iglesia
en mañanas de resaca.
El odio es la familia.
El odio es un cajero
que se niega a darte más billetes
por imposibilidad transitoria
de comunicación con la central.
El odio es una abogada
de oficio
aliándose con el representante
de la ley
a las ocho de la mañana
en una comisaría
mientras sufres un ataque
de hipotermia.
El odio es una úlcera
en un atasco.
El odio son las palomitas
en el cine.
El odio es un cenicero
atestado de cáscaras de pipa.
El odio es un teléfono.
El odio es preguntar por un teléfono
y que te digan que no hay.
El odio es una visita
no solicitada.
El odio es un flautista
aficionado.
El odio
en estado puro
es retroactivo
personal
e intransferible.
El odio es que un estúpido
no entienda
tu incomprensión,
tu estupidez.
El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con este poema
si tu pluma
valiera
su pistola.
Pedro Salinas
dice en un poema
que no quiere dejar de sentir
el dolor de la ausencia
de la mujer a la que ama
porque eso es lo único
que le queda de ella:
el dolor.
No recuerdo sus palabras exactas.
Él lo dice mejor que yo.
Eran otros tiempos.
Salinas está muerto.
La mujer a la que amaba también.
Pronto lo estaremos todos.
La vida es un mero parpadeo.
Abre los ojos
y ciérralos
Una mujer
que pasa en bicicleta
a las dos de la mañana,
hermosas piernas morenas
bombeando los pedales
mientras la brisa le alza el vestido
y revela
un perfecto milagro
de carne femenina en movimiento.
Nuestros ojos
se cruzan un momento
y ya se ha ido.
Son cosas como ésa
las que te hacen darte cuenta
de lo poco que realmente sabes
de nada.
Es como siempre
habías querido
estar
y no podías
hasta que
de repente
lo estás
y entonces
ya no quieres
estar solo
pero claro
quién no quiere
lo que no tiene.
Te dirán
que vales
lo que eres
y no lo que tienes.
Y tendrán
razón:
sin dinero
es cuando vales
exactamente
lo que eres:
nada.
El humo cuelga en la estancia
como un chiste malo.
Lou Reed habla
de familias rotas
desde los altavoces:
«La verdad es que sólo están contentos
cuando sienten dolor.
Por eso se casaron…»
¿Y yo? Yo no digo nada.
Apago el cigarro.
Otro día va a morir.