Urbina, Luis Gonzaga
Poeta mexicano nacido en el Distrito Federal en 1868.
Desde muy joven se dedicó a las letras y a la poesía trabajando en varios medios periodísticos de su país
y del extranjero. Dictó cátedras de Literatura e Historia en varias universidades de América,
y finalmente viajó a España, país en el que residió hasta su muerte, en 1934.
Su obra se caracteriza por una gran calidez en la expresión de los sentimientos de amor y desengaño
Deja que llegue a ti, deja que ahonde
como el minero en busca del tesoro,
que en tu alma negra la virtud se esconde
como en el seno de la tierra el oro.
¡Alma sombría, ayer inmaculada!
Tu caída me asombra y me entristece.
¿Qué culpa ha de tener la nieve hollada
si el paso del viajero la ennegrece?
No mereces castigo ni reproche.
Entre los vicios tu virtud descuella;
en el pliegue más negro de la noche
brillará más que la lejana estrella.
La mano aleve que al rosal arranca
su flor más bella, y luego la deshoja;
la que manchó tu vestidura blanca,
la que en los brazos del placer te arroja;
la que apagó en tu frente de azucena
la llama del pudor y la alegría,
y ornó tu sien, marchita por la pena,
con las deshechas flores de la orgía,
es la que al verte desvalida y sola,
te empuja hacia el abismo, sin aliento;
la que tu amor y tu pureza inmola
por el amargo pan del sufrimiento.
Me admiran tus heroicos sacrificios;
me admira que no temas, que no dudes,
y que en la árida roca de los vicios
puedan colgar su nido las virtudes.
Por eso llego a ti… ¿No lo imaginas?
A ver surgir, cual gratas ilusiones,
luz entre sombras, flores entre ruinas,
¡amor entre los muertos corazones!
Vengo a cubrirte de brillantes galas,
a ser tu protección y tu consuelo,
y a desatar tus poderosas alas
¡para que puedas ascender al cielo!
¡Aleluya, aleluya,
aleluya, alma mía!
Que en un himno concluya
mi doliente elegía:
Ya me dijo: ¡Soy tuya!
Ya le dije: ¡Eres mía!
Y una voz encantada,
que de lejos venía,
me anunció la alborada,
me gritó: ¡Ya es de día!
Todo es luz y tibieza
lo que fue sombra fría;
se apagó la Tristeza,
se encendió la alegría.
Ya le dije: ¡Eres mía!
Ya me dijo: ¡Soy tuya!
-¡cuánto sol tiene el día!-
¡Aleluya, alma mía!
Lo sentí; no fue una
separación, sino un desgarramiento;
quedó atónita el alma, y sin ninguna
luz, se durmió en la sombra el pensamiento.
Así fue; como un gran golpe de viento
en la serenidad del aire. Ufano,
en la noche tremenda,
llevaba yo en la mano
una antorcha con qué alumbrar la senda,
y que de pronto se apagó; la oscura
asechanza del mal y del destino
extinguió así la llama y mi locura.
Vi un árbol a la orilla del camino,
y me senté a llorar mi desventura.
Así fue, caminante
que me contemplas con mirada absorta
y curioso semblante.
Yo estoy cansado, sigue tú adelante;
mi pena es muy vulgar y no te importa.
Amé, sufrí, gocé, sentí el divino
soplo de la ilusión y la locura;
tuve la antorcha, la apagó el destino,
y me senté a llorar mi desventura
a la sombra de un árbol del camino.
Bien está: me río
porque es una forma de pudor la risa;
pero muy adentro, muy solo, muy mío,
un pesar cansado se me vuelve hastío
y un último anhelo se me extingue aprisa.
Mas no me contemples tan sólo la cara;
acerca a mi espíritu -que es vaso pequeño-
tu vida, radiante de júbilo, para
gustar de la gota de miel de un ensueño.
Del juvenil cántico,
un eco remoto queda todavía
en tal cual epigrama romántico,
y en una que otra sutil ironía.
Hace tiempo adquirí la destreza
de ser frívolo. Ve mi alegría:
¿que de cuando en cuando sale la tristeza
en un gesto ambiguo de melancolía?
Vivo y basta. Muerdo los frutos amargos
de mi otoño, anuncio de un vecino invierno;
para mi fastidio los días son largos,
ásperas las piedras, y el camino, eterno.
¡Bah! ¡No importa! Deja que alumbre mi paso
una intermitente luz de poesía;
yo voy como todos, sin rumbo, al acaso…
Bebe, y no preguntes si hay hiel en el vaso:
¡Déjame que ría!
Ha muerto ya la pasión loca
después de una larga agonía.
No busques besos en mi boca.
Se quedó la jaula vacía.
Barrí los últimos despojos
de ilusiones y de ternuras.
No busques brillo en mis ojos.
¿No ves que la casa está a oscuras?
Es inútil que tiendas la mano.
Ni una flor en el parque en ruina.
No tiendas la mano. Es en vano,
te pudieras clavar una espina.
Sólo musgo en las lápidas nace.
Ya lo ves: camposanto de olvido.
¡Vete! Y cierra el portón podrido.
Déjame a solas con mis muertos.
El ruiseñor cantaba. La noche era divina…
El ruiseñor cantaba. La noche era divina,
toda cendal de nieve, toda cristal azul;
y en el jardín de plata, la coruscante encina
alzaba entre la sombra su cúpula de luz.
El ruiseñor cantaba. Y en un ambiente extático
dormían las praderas. Cantaba el ruiseñor;
y el viento flebil, alitendido y aromático,
soplaba el adorable cantar, de flor en flor.
Y repintó las cumbres la aurora ardiente y flava,
y levantó la alondra su trino matinal,
y abrió su seno el día…y el ruiseñor cantaba
soñando en el nocturno misterio de cristal.
Vino la siesta cálida; la tarde pensativa
vino; la noche negra sus lumbres apagó,
y el ruiseñor cantaba, como si la votiva
lámpara de la luna colgase de un crespón.
Estío, otoño, invierno, primavera… Y el canto
surgía de las verdes entrañas del jardín,
alegre o melancólico -ora risa, ora llanto-
inacabable y único, magnífico y sin fin.
El ruiseñor se había vuelto loco; se había
embriagado de luna, de sueño y de pasión,
y ¡cantaba, cantaba…!
En mi angustia, callada y escondida…
En mi angustia, callada y escondida,
sé tú como enfermera bondadosa,
cuya mano ideal viene y se posa,
llena de suave bálsamo, en la herida.
Ríe en mi tedio –sepulcral guarida–
como un rayo de sol en una fosa;
perfuma, como un pétalo de rosa,
el fango y la impureza de mi vida.
Del corazón en el silencio, canta;
entre las sombras de mi ser, fulgura;
mi conturbado espíritu levanta;
enciende la razón en mi locura,
Tengo hambre y sed de bien, dame una santa
limosna de piedad y de ternura…
No sentí cuando entraste; estaba oscuro
en la penumbra de un ocaso lento,
el parque antiguo de mi pensamiento
que ciñe la tristeza, cual un muro.
Te vi llegar a mí como un conjuro,
como el prodigio de un encantamiento,
como la dulce aparición de un cuento:
blanca de nieve y blonda de oro puro.
Un hálito de abril sopló en mi otoño;
en cada fronda reventó un retoño;
en cada viejo nido, hubo canciones;
y, entre las sombras del jardín –errantes
luciérnagas– brillaron, como antes
de mi postrer dolor, las ilusiones.
Humorismos tristes¿Que si me duele? Un poco; te confieso
que me heriste a traición; mas por fortuna
tras el rapto de ira vino una
dulce resignación… Pasó el acceso.
¿Sufrir? ¿Llorar? ¿Morir? ¿Quién piensa en eso?
El amor es un huésped que importuna;
mírame cómo estoy; ya sin ninguna
tristeza que decirte. Dame un beso.
Así; muy bien; perdóname, fui un loco;
tú me curaste -gracias-, y ya puedo
saber lo que imagino y lo que toco:
En la herida que hiciste pon el dedo;
¿que si me duele? Si; me duele un poco,
mas no mata el dolor… No tengas miedo…
Blanca como esta noche no he visto cosa alguna:
ni el mármol, ni la nieve, ni el armiño. Semeja
el cielo, un gran abismo de plata, que refleja
su luz, en otro abismo de cristal: la laguna.
Sólo, de tarde, en tarde, pasa, pequeña y bruna,
la góndola, que efímero surco ondulante deja;
y cuando, hacia las brumas rutilantes, se aleja,
todo es latir de astros; todo, fulgor de luna.
¿Donde están los colores? En uno se han fundido.
El negro huyó a esconderse. El azul se ha dormido.
El blanco, puro y virgen, sus imperios rescata.
Y en silencio vasto, sideral y profundo,
parece que esta noche se va a morir el mundo
con una inmensa muerte de cristal y de plata.
La balada de la vuelta del juglar
A Rubén Campos
-Dolor: ¡qué callado vienes!
¿Serás el mismo que un día
se fue y me dejó en rehenes
un joyel de poesía?
¿Por qué la queja retienes?
¿ Por qué tu melancolía
no trae ornadas las sienes
de rosas de Alejandría?
¿Qué te pasa? ¿Ya no tienes
romances de «yoglería»,
trovas de amor y desdenes,
cuentos de milagrería?
Dolor: tan callado vienes
que ya no te conocía…
Y él, nada dijo. Callado,
con el jubón empolvado,
y con gesto fosco y duro,
vino a sentarse a mi lado,
en el rincón más oscuro,
frente al fogón apagado.
Y tras lento meditar,
como en éxtasis de olvido,
en aquel mudo penar,
nos pusimos a llorar,
con un llanto sin rüido…
* * *
Afuera, sonaba el mar…
¿Qué si me duele? Un poco; te confieso
que me heriste a traición; mas por fortuna,
tras el rapto de ira vino una
dulce resignación…. Pasó el exceso.
¿Sufrir? ¿Llorar? ¿Morir? ¿Quién piensa en eso?
El amor es un huésped que importuna;
mírame como estoy, ya sin ninguna
tristeza que decirte. Dame un beso.
Así, muy bien; perdóname, fui un loco;
tú me curaste –gracias-, y ya puedo
saber lo que imagino y lo que toco.
En la herida que hiciste, pon el dedo.
¿Qué si me duele? Sí; me duele un poco,
mas no mata el dolor…. No tengas miedo.
Como al fondo del mar baja
el buzo en busca de perlas,
la inspiración baja a veces
al fondo de mis tristezas
para recoger estrofas
empapadas con mis penas.
Y en cada uno de mis versos
viven, con vida siniestra,
mis deseos, mis temores,
mis dudas y mis creencias
¡Qué mucho que yo los ame!
¡Qué mucho que yo los lea,
si son hojas arrancadas
al libro de mi existencia!
Cuando en mi oscura memoria
la frase brillando queda,
como en un jirón de nube
el reflejo de una estrella,
es porque bajó tan hondo
la inspiración a cogerla,
que en esa frase palpita
el corazón del poeta.
Siempre que a soñar me pongo
encantadoras quimeras,
imposibles ideales,
seres de extraña belleza
que habitan en luminosas
arquitecturas aéreas;
formas que flotan aisladas
y diáfanas, y serenas,
como los ángeles blancos
de la Divina Comedia,
la realidad de la vida,
inflexible, me despierta,
y quedo confuso y triste
sintiendo angustias supremas,
como esas aves que huyen
en busca de primavera
y en alta mar las sorprende
el furor de la tormenta.
Entonces escribo, escribo
con una ternura inmensa,
que sólo cuando hago versos
el alma llora y se queja,
y la inspiración se hunde
en el mar de las tristezas
para recoger estrofas
empapadas en mis penas.
Y sin embargo, en el fondo,
Cuántos dolores se quedan
sin expresión, tan intensos
que no caben en la idea,
porque son, deseos vagos,
aspiraciones inmensas,
alas que exploran espacios,
sueños de cosas eternas,
nostalgias de extraños mundos,
citas de lo que no llega…
La inspiración es un buzo
que no ha pescado esas perlas.
Miré, airado, tus ojos, cual mira agua un sediento,
mordí tus labios como muerde un reptil la flor;
posé mi boca inquieta, como un pájaro hambriento,
en tus desnudas formas ya trémulas de amor.
Cruel fue mi caricia como un remordimiento;
y un placer amargo, con mezcla de dolor,
se deshacía en ansias de muerte y de tormento;
de frenesí morboso de angustia y de furor.
Faunesa, tus espasmos fueron una agonía.
¡Qué hermosa estabas ebria de deseo, y qué mía
fue tu carne de mármol luminoso y sensual!
Después, sobre mi pecho, tranquila te dormiste
como una dulce niña, graciosamente triste
que sueña ¡sobre el tibio regazo maternal!
Déjame amar tus claros ojos. Tienen
lejanías sin fin, de mar y cielo,
y sus fulgores apacibles vienen
hasta mi corazón como un consuelo.
Deja que con tus ojos, se iluminen
mis viejas sombras y se vuelvan flores;
deja que con tus ojos se fascinen,
como aves de leyenda, mis dolores.
Que vea en ellos astros errabundos,
que en ellos sueñe inexplorados mundos
que en ellos bañe mi melancolía…
Son tristes, luminosos y profundos,
como puestas de sol, amada mía…..
Palpitan, como alas de pájaros en fuga,
las velas que sacude la brisa matinal,
y el aire, a flor de onda, menudamente arruga
la seda azul, tramada de estambres de cristal.
De la dorada costa la placidez subyuga,
y tiene el viento puro delicadeza tal,
que al refrescarme el rostro, parece que me enjuga
las lágrimas pueriles, el beso maternal.
Una bandada de aves por los espacios sube;
decora la brillante blancura de la nube
y mancha el inviolado zafir de la extensión .
Y en la solemne calma de estas horas divinas,
esparcen a lo lejos, dos voces femeninas,
quién sabe qué ternura que moja el corazón…
Era un cautivo beso enamorado
de una mano de nieve que tenía
la apariencia de un lirio desmayado
y el palpitar de un ave en agonía.
Y sucedió que un día,
aquella mano suave,
de palidez de cirio,
de languidez de lirio,
de palpitar de ave,
se acercó tanto a la prisión del beso,
que ya no pudo más el pobre preso
y se escapó; mas, con voluble giro,
huyó la mano hasta el confín lejano,
y el beso, que volaba tras la mano,
rompiendo el aire se volvió suspiro.
Yo estaba entre tus brazos. y repentinamente,
no sé cómo, en un ángulo de la alcoba sombría,
el aire se hizo cuerpo, tomó forma doliente,
y era como un callado fantasma que veía.
Veía, entre el desorden del lecho, la blancura
de tu busto marmóreo, descubierto a pedazos;
y tus ojos febriles, y tu fuerte y obscura
cabellera… y veía que yo estaba en tus brazos.
En el fondo del muro, la humeante bujía,
trazando los perfiles de una estampa dantesca,
nimbaba por instantes con su azul agonía
un viejo reloj, como una ancha faz grotesca.
Con un miedo de niño me incorporé. Ninguna
vez, sentí más silencio que en esa noche ingrata.
El balcón era un marco de reflejos de luna
que prendía en la sombra sus visiones de plata.
Temblé de ansia, de angustia, de sobrecogimiento;
y el pavor me hizo al punto comprender que salía
y se corporizaba mi propio pensamiento…
y era como un callado fantasma que veía.
Los ojos de mi alma se abrieron de repente
hacia el pasado, lleno de fútiles historias;
y entonces supe cómo tomó forma doliente
la más inmensamente triste de mis memorias.
¿Qué tienes? -me dijiste mirándome lasciva.
-¿Yo? Nada… y nos besamos.
Y así, en la noche incierta,
lloré, sobre la carne caliente de la viva,
con la obsesión helada del cuerpo de la muerta.
A Eduardo Sánchez de Fuentes
Yo tenía una sola ilusión: era un manso
pensamiento: el del río que ve próximo el mar
y quisiera un instante convertirse en remanso
y dormir a la sombra de algún viejo palmar.
Y decía mi alma: turbia voy y me canso
de correr las llanuras y los diques saltar;
ya pasó la tormenta; necesito descanso,
ser azul como antes y, en voz baja, cantar.
Y tenía una sola ilusión, tan serena,
que curaba mis males y alegraba mi pena
con el claro reflejo de una lumbre de hogar.
Y la vida me dijo: ¡Alma, ve turbia y sola,
sin un lirio en la margen ni una estrella en la ola,
a correr las llanuras ya perderte en el mar.
Y fueron de la tarde las claras agonías:
el sol, un gran escudo de bronce repujado,
hundiéndose en los frisos del colosal nublado,
dio formas y relieves a raras fantasías.
Mas de improviso, el orto lanzó de sus umbrías
fuertes y cenicientas masas, un haz dorado;
y el cielo, en un instante vivo y diafanizado,
se abrió en un prodigioso florón de pedrerías.
Los lilas del Ocaso se tornan oro mate;
pero aún conserva el agua su policroma veste:
-sutiles gasas cremas en brocatel granate-.
Hay una gran ternura recóndita y agreste;
y el lago, estremecido como una entraña, late
bajo la azul caricia del esplendor celeste.
Te quiero porque en tu alma vive el germen
de ternura infinita,
como diáfana gota de rocío
sobre una flor marchita.
Te quiero porque he visto doblegarse
tu espléndida cabeza;
porque sé bien que en medio de la orgía
te invade la tristeza;
porque has pasado por la senda estrecha
en los grandes zarzales de la vida,
sin desgarrar tus blancas vestiduras,
sin hacerte una herida;
porque has ido pidiendo por el mundo,
con el candor de un niño,
a cada corazón a que has tocado,
un poco de cariño;
porque indica profundo sufrimiento
tu pálida mejilla;
porque en tus ojos que placer irradian
también el llanto brilla.
Te quiero. Nada importa que cansado
tu espíritu se aduerma;
yo lo habré de animar, yo daré aliento
a tu esperanza enferma.
¡Mariposa que fuiste entre las flores
dejando tus bellezas y tus galas,
yo volveré a poner el polvo de oro
sobre tus leves alas.
Beso tus ojos tristes como suele
sus reliquias besar, en tanto reza,
una anciana piadosa. Y tu cabeza
que a perfumadas liviandades huele,
beso, porque mi beso te consuele,
mi beso que es unción y que es tristeza,
mi beso que está limpio de impureza,
mi beso que no mancha y que no duele.
Yo bien sé que es romántica locura
besarte así, con beso que no alcanza
a encender la pasión sensual e impura;
mas gusto de juntar, en suave alianza,
mi aspiración de amor y de ternura
a tu ideal de ensueño y esperanza.
Topacios y amatistas, zafiros y esmeraldas,
se funden en la hoguera de un ocaso imperial;
y, en negro, se dibuja, sobre las vivas gualdas,
al filo de las cumbres, una palma real.
Al lado opuesto sube, del monte a las espaldas
-semiborrada esfera de mármol sideral-,
la luna. Y de los cerros las caprichosas faldas
extienden su lujosa verdura tropical.
Rico tisú bordado de perlas y diamantes,
el mar copia del cielo los lívidos cambiantes
y entrega al viento libre su manto de turquí.
Y arriba, en las profundas soledades de arriba,
la estrella de la tarde, doliente y pensativa,
se clava en un ardiente celaje de rubí.
Más, apóyate más, que sienta el peso
de tu brazo en el mío; estás cansada,
y se durmió en tu boca el postrer beso
y en tus pupilas la última mirada.
¡Qué fatiga tan dulce, la fatiga
que precede a los éxtasis; pereza
del cuerpo y del espíritu, que obliga
a mezclar el amor con la tristeza!
Se ve la luz. Y la Naturaleza
parece que nos dice: Soy amiga
de todos los que se aman; soy amparo.
Ya os di alcobas de flores, ya os di asilos
misteriosos, descansad tranquilos
en la estrellada sombra que os preparo.
¡Oh, buena amiga! –el alma de las cosas
sigue de nuestro espíritu las huellas–:
primero para amar nos diste rosas;
después, para soñar, nos das estrellas.
La luz se duerme en el zafir, lo mismo
que en los profundos ojos de mi amada;
pero queda un fulgor en el abismo
y un toque de pasión en la mirada.
¡Sutil y misterioso panteísmo!
…Más, apóyate más; vienes cansada…
Como en el fondo de la vieja gruta,
perdida en el riñón de la montaña,
desde hace siglos, silenciosamente,
cae una gota de agua,
aquí, en mi corazón oscuro y solo,
en lo más escondido de la entraña,
oigo caer, desde hace mucho tiempo,
lentamente, una lágrima.
¿Por qué resquicio oculto se me filtra?
¿De cuáles fuentes misteriosas mana?
¿De qué raudal fecundo se desprende?
¿Qué remoto venero me la manda?
¡Quién sabe… ! Cuando niño, fue mi lloro
rocío celestial de la mañana;
cuando joven, fue nube de tormenta,
tempestad de pasión, lluvia de ansias.
Más tarde, en un anochecer de invierno,
mi llanto fue nevasca…
Hoy no lloro… Ya está seca mi vida
y serena mi alma.
Sin embargo… ¿Por qué siento que cae
así, lágrima a lágrima,
tal fuente inagotable de ternura,
tal vena de dolor que no se acaba?
¡Quién sabe…! Yo no soy yo: son los que fueron;
mis genitores tristes; es mi raza;
los espíritus apesadumbrados,
las carnes flageladas;
milenarios anhelos imposibles,
místicas esperanzas,
melancolías bruscas y salvajes,
cóleras impotentes y selváticas.
Al engendrarme el sufrimiento humano,
en mí dejó sus marcas,
sus desesperaciones, sus angustias,
sus gritos, sus blasfemias, sus plegarias.
Es mi herencia, mi herencia la que llora
en el fondo del ánima;
mi corazón recoge, como un cáliz,
el dolor ancestral, lágrima a lágrima.
Así lo entregaré, cuando en su día,
del seno pudoroso de la amada,
corporizados besos, otros seres,
transformaciones de mi vida, salgan.
* * *
Estoy frente a mi mesa de trabajo.
La tarde es linda. Alumbra el sol mi estancia.
Afuera, en el jardín, oigo las voces
de los niños que ríen y que cantan.
y pienso: acaso, ¡pobres criaturas!,
sin daros cuenta, en medio a la algazara,
ya en vuestro corazón se filtra,
silenciosa y tenaz, la vieja lágrima…