Saba, Umberto (1883-1957)
Poeta y novelista italiano nacido en Trieste en 1883.
Hijo de madre hebrea, adoptó su apellido en homenaje al pueblo judío. En 1903 inició estudios literarios en la Universidad de Pisa y en 1905 se trasladó a Florencia donde profundizó sus conocimientos sobre la literatura italiana. En el año 1910 publicó el primer volumen de sus versos, “Poesía”. Se alistó en el ejército y al terminar la primera guerra mundial, se radicó en Trieste como propietario de una librería. En 1921 publicó una colección de poemas escritos durante veinte años bajo el título de “Canzoniere” seguidos de “Preludio e canzonette” en 1923, “Autobiografia” en 1924, “Figure e canti” en 1926, “Preludio e fughe” en 1928, “Parole” en 1934 y “Ultime cose” en 1944.
A partir de 1948 sufrió severas depresiones que lo obligaron a hospitalizarse en varias ocasiones.
Falleció en Gorizia en 1957.
A mi mujer
Eres como una joven
una blanca gallina.
Se le ahuecan las plumas
al viento, el cuello inclina
para beber, rasca en la tierra;
pero al andar tiene el lento
paso tuyo de reina,
va marcando la hierba,
opulenta y soberbia.
Ella es mejor que el macho.
Ella es como todas
las hembras de todos
los serenos animales
que acercan a Dios.
Así, si mi mirada o si mi juicio
no me engañan, tu igual está entre ellas
y no en otra mujer.
Cuando la noche duerme,
las polluelas
producen voces que recuerdan esas
dulcísimas con las que de tus penas
te quejas, sin saber
que tu voz tiene la misma suave y triste
música del gallinero.
Eres como una grávida
ternera,
libre todavía y sin
pesadumbre, incluso alegre;
si la acaricias, el cuello
vuelve, donde un rosa
tierno tiñe su carne.
Si la encuentras y mugir
la oyes, es tan quejoso
ese sonido, que hierba
arrancas para hacerle un don.
Es así como te ofrezco
mi don cuando eres triste.
Eres como una perra
buena, que tiene siempre
tanta dulzura en los ojos
y crueldad en el alma.
A tus pies, una santa,
parece que arde
en un indomable fervor,
y así te contempla
como a su Dios y Señor.
Cuando en casa o por la calle
te sigue, a quien sólo intente
acercársete, los dientes
cándidos le enseña
y entonces su amor sufre
de celos.
Eres como la pávida
coneja. Dentro de la estrecha
jaula, al verte se levanta
rígida,
y hacia ti sus orejas
altas y firmes extiende;
si las sobras y los rábanos
le llevas, sobre ellos
se acurruca y busca
los ángulos oscuros.
¿Quién podría ese alimento
arrebatarle? ¿Quién, el pelo
que se arranca del dorso
para añadirlo al nido
donde ha de parir?
¿Quién hacerte sufrir?
Eres como la golondrina
que vuelve en primavera.
Pero en el otoño parte;
y tú no tienes este arte.
Tú tienes esto de la golondrina:
ademanes ligeros;
esto que a mí, que me sentía y era
viejo, me anunciaba otra primavera.
Eres como la prudente
hormiga. De ella, cuando
salen al campo,
habla la abuela al niño
que la acompaña.
Y también en la abeja
te encuentro, y en todas
las hembras de todos
los serenos animales
que acercan a Dios;
y en ninguna otra mujer.
Versión de Jesús López Pacheco
Amé manidas palabras que ninguno
arriesgaba. La rima flor
amor;
la más antigua y difícil del mundo,
me encantó.
Amé la verdad que yace al fondo,
casi un sueño olvidado, que el dolor
revela amiga. Con temor
el corazón se le acerca,
que ya no la abandona.
Te amo a ti que me escuchas y a mi buena
carta dejada al término de mi juego.
Versión de Javier Sologuren
A la venerada memoria del pintor
Giuseppe Bolaffio.
¡Oh, entre la antigua carne
del hombre este clavado,
antiguo deseo!
Ilusión y mentira,
vanidad de las cosa,
que no lo son o para
no parecerse a él visten diversas
formas, y sin embargo tienen una
donde toda dulzura de lo creado
la carne aúna.
¡Cuánto el hombre ha soñado
por ti, feroz deseo!
En silencio nocturno lo reclama
tu voz que primero es una caricia
y entre los sueños y cuidados, brisa
en la tarde sin viento después, trueno
de pronto que ensordece dominante.
Te reconoce aquél que por la noche,
con lucha y pena, de la vida llega,
te reconoce y, por huirte, invoca
la muerte; ¡ay de aquél
que en ti quiera alcanzar su muerte, antiguo
deseo! Y de su lecho,
ya profanado, hacia el hastío salta
y hacia el horror de sí mismo, el fiero
joven, en cuyo pecho una vergüenza
oprimirá después -¡qué largo el día!-
y un remordimiento.
Pero sigues celando en él tu curso
subterráneo, preparas tu retorno
fatal hacia la antigua
carne del hombre, ¡oh sin esperanza, clavado,
antiguo deseo!
Con él nacido, ¿qué vale
que de sí te sacuda,
la más móvil tú, tú la más inmóvil
entre las cosas del mundo, antiguo deseo?
Omnipresente, asumes raras formas,
y ya te velas o te impones en desnuda
forma impúdica.
¿De qué si no de ti he hablado
en los moldes del arte? ¿A qué he escondido
o desvelado, sino a ti?
Lo que sin ti hubiera a mis sentidos
parecido ingrato, y a mi alto espíritu
odioso, lo que hubiera abandonado
como indigno de mí, lo he buscado
por ti, oscuro deseo.
Ni aun maldecirte podría, pues eres
demasiado yo mismo, eres los padres de mis padres
y los hijos de mis hijos.
Ay, que querría en vano
renegar de la vida
el que en suaves abrazos
dijo, sólo una vez dijo,
el “sí” al que persuades
tú con grave dulzura, ¡oh en la antigua
carne del hombre, demasiado adentro clavado,
antiguo deseo!
Cuando el otoño
a cada hoja da
su rojo de sangre, el coraz6n oprimes
como un aviso extremo, antiguo deseo.
Pones nostalgia de perdidos días,
empresas dejadas,
cosas que hubieran podido
ser y que no son,
y en el hombre, caduco
como las hojas,
pones una confusa voluntad
de vencer a la tumba, ¡oh creador
deseo! Y por qué caminos,
a través de qué hallazgos
a esto llegas, o causa,
tú, de mi mal, y, a la vez,
sí, de mi bien: que por ti veo ahora
gente ir y venir,
altas naves partir,
del vasto mundo haciendo
por ti una sola cosa, ¡oh en la antigua
carne del hombre desde el principio clavado,
antiguo deseo!
Cuando retorna
la primavera que al aire
suaviza, el corazón de ansia me aprietas,
de ti lo enfermas al hacerse la noche.
En el invierno
incubas lascivias, en sueños
monstruosos el cálido estío estancas.
Y a veces te lamentas
piadosamente en miradas y en palabras,
como hace el niño grácil y angustiado
que un beso implora.
Así te acogió alguien
en sus jóvenes años, y ahora tan
distinto en sí te siente,
que querría, para sacudírsete
de encima de una vez,
haberse quitado la tiniebla
y no la luz, el día que a la luz
vino con en la nueva
carne, tú, antiguo deseo
tan adentro clavado.
A veces, con amigos,
me burlo de ti, asiduo deseo.
Y entre ellos, uno más querido, triste
entre los tristes y con un aire
más dócil a la vida.
No tiene, que yo sepa, tus placeres,
sino luto de hombre.
Devotamente él la mano tiende,
que tiembla de ansia al colorear sus telas.
En ellas pinta velas
al sol, fuertes contrastes
de formas, y crepúsculos a orillas
del mar, y a bordo, en cada cosa luces
de santidad que de su alma viene
y en otros se reflejan.
De ti no pone nada
en su arte adolescente,
pareciendo de ti siempre inocente.
Sino que él, en largas horas de insomnio
en inviernos enteros,
sin que su mano ni una pincelada
ose, no viejo aún, sino curvado
como un viejo, para ti sueña cosas
que después espantosas
le serían de oír, ¡oh en la antigua
carne del hombre para su dolor clavado,
antiguo deseo!
Versión de Jesús López Pacheco
Para abrazar al poeta Montale
-es generosa su tristeza- he venido
a la ciudad que tanto quise. Es como
si cada piedra que el pie pisa fuese
mi corazón, mi mal
de un tiempo. Mas no lo lamento. Nace
-otra constelación- la nueva edad.
Versión de Jesús López Pacheco
Es noche, invierno ruinoso. Tú alzas
un poco los visillos, miras. Vibran
tus cabellos salvajes, la alegría
te dilata de pronto el ojo negro;
pues lo que tú has visto
-era una imagen del fin del mundo-
te conforta y hace
cálida y suave tu alma más hundida.
Un hombre se aventura por un lago
de hielo, bajo una lámpara torcida.
Versión de Jesús López Pacheco
He hablado a una cabra.
Estaba sola en el prado, estaba atada.
Harta de hierba, bañada
por la lluvia, balaba.
Aquel balido igual era fraterno
a mi dolor. Y contesté, primero
por broma, después porque el dolor es eterno,
tiene una sola voz y no varía.
Y yo oía esta voz
gemir en una cabra solitaria.
En una cabra de rostro semita
oía lamentarse cualquier otro dolor,
cualquier otra vida.
Versión de Jesús López Pacheco
Palabras,
donde se reflejaba el alma del hombre
-desnuda y sorprendida- en los orígenes;
busco un ángulo en el mundo, un oasis
propicio en que lavaros con mi llanto
de la mentira que os ensucia. Juntos,
el cúmulo de recuerdos espantosos
se desharía como nieve al sol.
Versión de Jesús López Pacheco
En la casa paterna
tú rondabas silencioso
como un gato.
Sabías el nombre, pero
no la realidad del dolor.
Separado de tus compañeros
en tus mejillas afiladas
palidecían las rosas.
Nacido de mi alma,
flor de la vida,
niño amigo.
Es tuya esta última
lágrima mía
que no puedes ver.
Versión de Pedro Blanchard
De carrera salís al centro del terreno,
a las tribunas saludáis primero.
Luego, lo que después
sucede -que os volvéis a la otra parte,
la que más negra hierve-, no se puede
decir, es algo que no tiene nombre.
El portero pasea arriba y abajo
como un centinela.
El peligro está lejos aún.
Pero si un torbellino lo acerca, oh, entonces
una fiera joven se agazapa
y alerta espía.
Fiesta en el aire, en cada calle fiesta.
Si dura poco, ¡qué importa!
Ni una ofensa pasó nuestra puerta,
los gritos se cruzaban como rayos.
Y vuestra gloria, once muchachos,
Como un río de amor adorna a Trieste.
Versión de Jesús López Pacheco
Oh, tú que eres tan triste y con presagios
de horror -Ulises declinante- ¿ninguna
dulzura en tu alma aúna
la Llama
por una
pálida soñadora de naufragios
que te ama?
Versión de Jesús López Pacheco