Zalamea Borda, Luis

Zalamea Borda, Luis

Poeta, traductor y novelista colombiano nacido en Bogotá en 1921.

Perteneciente a una familia de gran abolengo, recibió una esmerada educación, convirtiéndose

en un gran exponente de la literatura colombiana de la vieja guardia.

Es autor de varias novelas, ensayos y traducciones que le han merecido el reconocimiento internacional.

«Requiem Neoyorquino y otros poemas», «Voces en el desierto» y «El círculo del alacrán»,

hacen parte de su exitosa obra

una desposada

“Tú serás del que te ame, del que corte
en tu huerto lo que he sembrado yo”.
Pablo Neruda

Blancas. Blancas serán tus bodas.
Las nuestras ya lo fueron de musgo, sangre, tierra,
inexhausto ritual, surgido desde el templo del mar.
La tribu. Concurrirá la tribu en filisteo corrillo.
Nuestros testigos fueron el bosque y el silencio,
la savia del estío, los duendes, el rocío.
Azahares. Disimularán tu compra los azahares.
No llevarás entonces la dulce soledad del jaramago,
ni trepará a las ramas el grito de tu dicha.
Sábanas. Desesperadamente blancas serán tus
sábanas nupciales.
Verde y coral, se hundió la hierba bajo tu peso ansioso.
Manos. Cuando la torpe mano lime, hosca, tu piel,
buscarás la ternura de los días ya fundidos.
Muerta. Muerta estará en ti la ternura que mi semilla dio.
Y tú. Tú también habrás muerto en el día de tu boda.

A una mujer cosmopolita

Nueva, impoluta, pura,
compañera de mañaneras risas,
lejana madre-niña, fuente de la ternura,
ancla de nuestras lágrimas y mutuo desvarío.
Así quisiera verte.
Mitad ardilla en medio de los sueños,
hembra fundamental, valerosa argonauta,
¿cuántas veces llevaste la tristeza a calles
cenicientas
fundiéndote en la noche con la ciudad de llanto?
Volver, volver a ti, quisiera.
Encendida matriz de rebeldes destellos,
cuajada soledad que ni los gritos rompen,
pirámide aislada, taciturna y urbana.
Ante tu recia rosa se estrella la nostalgia.
Mas así no te quiero.
Quisiera verte nueva, lavada por el alba.
Limpia tu alma de hollín cosmopolita,
como en la mañana verde que se pierde en
el trópico,
donde el amor ya juega y la ternura nace.
Así, así quisiera verte.
Oh antigua capitana de mi bajel vagante
déjame que te conduzca a la escondida rada.
Oh niña ardilla que una vez fuiste mía:
déjame que cure tus heridas noctámbulas.

Y entonces, quizás, una vez más te vea
-tus antiguas formas vuelvan poco a poco a mis
manos-
nueva, impoluta, pura… colmada de esperanza.

Amor salvaje

¡Ah, qué nidada de caricias salvajes descubrí!
Guardadas en tu bosque, desde el alba del mundo,
esperaban la mano que llegara a arrancarlas,
la mirada que las volcara sobre tus venas todas,
el temblor que iniciara tu espasmo y tu locura.

Vaivén en tus pupilas despertadas,
ojos que danzan al ritmo de los hombros,
larga piel en su raíz estremecida,
la ansiosa estalactita del deseo,
caracol que se incrusta en las orejas;
tus ojos súbitos, terribles. ¡Ah tus ojos!
Y locura, embeleso y más locura.

Pantera que se escapa, cervatilla rendida,
la sierpe envolvente de tus brazos,
abrazo de mil lianas zapadoras,
largo césped donde los senos nacen,
ensenada candente de los muslos,
playa con la blanca tersura de tu vientre.
Y locura, ternura y más locura.

Cadencia resonante de músicas selváticas,
tambor noctambulario suena sobre tu espalda,
la flauta imperceptible del suspiro,
largos gemidos de destrozados labios,
y el grito sempiterno, tan guardado,
al fin la noche rompe en agudos pedazos.
Y locura, cadencia y más locura.

Cavernas, grutas, lagos, musgos leves;
hongos colgantes, zarzas en tu boca;
frutos ignotos, zumos descubiertos;
mieses en la alborada, sed que ya se apaga;
venas que se rebelan, sangre libertada;
yegua ululante, jinete que espolea.
Y locura, locura y más locura.

¡Ah qué nidada de caricias salvajes descubrí!
¡Y qué voces intactas en tus prístinos fondos!
¡Y qué flores que se abren al tacto de mis manosl
Salvaje mía: ¡ámame así, envuélveme en tu brumal
¡Y bebamos del manantial de esta locura primitiva!

Como en los días de julio

“Siempre es el mar donde mejor se quiere”.
Andrés Eloy Blanco

No quiero oír tu voz,
ni adivinar tu angustia
desde el destierro,
ni revivir en momentos de celo o de locura
aquella nuestra entrecortada despedida.
(Las voces de la noche eran nuevas, sutiles;
tus amplios pechos se encogieron, tremendos en su lucha,
buscando encarcelarse en la tiniebla tibia. )

Ella, la despedida, no era marina como en lejano día,
sino terrestre, final, definitiva;
molde de soledad, herida, grieta, tajo de nuestras vidas.
Y así quiero que sea.

(Tu imagen está ya condenada al limbo de las horas perdidas
en la inmensidad de un mar que se despierta, atónito,
de un sueño de ondinas, madréporas en flor y barcos asesinos.)
No quiero reflejar mi triste mirada en tu recuerdo.
Quiero olvidarte toda, poro a poro,
exánime, jadeante, casi muerta sobre la tierra plena
que conjuga el amor ígneo de la euforia volcánica.

(En la lejanía mueren en coro, de tedio,
con dignidad crustácea, los pálidos cangrejos,
y la tarde se disfraza de buzo.)

En mi memoria serás desde hoy,
como en los días de julio,
un sudor hecho hembra
al final del camino.

Despedida

“…es tan corto el amor
y es tan largo el olvido… ”
Pablo Neruda

Te fuiste.
Como se va la primavera.
Como se van todas las cosas.
Como se pierden en el mar las velas.
Y yo me quedé solo,
con las uñas clavadas en la arena,
viendo como se alejan las mareas.

Te fuiste.
Ni tu nombre recuerdo,
ni el color de tus ojos.
Sólo que por las tardes leíamos a Neruda;
aún me llega el timbre de tu voz profunda,
y el alarido de tu dicha, suelto,
huyendo a medianoche por la playa.

Te fuiste.
Irremediablemente huiste de mi vida.
Fue el océano tu cómplice fortuito:
zarpaste al borde de un balandro cualquiera
una tarde cualquiera.
Yo me quedé sobre la playa dilatada,
salpicado de ocaso, solitario en la arena.
Te fuiste.
Nos habíamos amado con la furia de los 25 años.
Todo fue cerca al mar:
besos de sal y yodo,
mordiscos de medusa enloquecida,
saltos de delfines en celo,
abrazos hasta brotar la sangre marinera.

Te fuiste.
Como se fueron también la rada familiar,
las velas madrugadoras de los camaroneros,
el lecho duro de nuestros combates clandestinos.
Hasta el mar cambió de rostro y de fragancia;
la codicia del hombre corrompió las aguas.
El aire mismo se llenó de venenos y de miasmas.

Te fuiste.
Como se van todas las cosas.
Y yo me quedé solo,
con las uñas clavadas en la arena,
viendo como se alejaban las mareas.

En el comienzo

Eres el comienzo, la luz y la esperanza.
Antes de ti era la nada y no habían nacido las palomas.
Qué angustioso vacío el vivir sin saberte,
aunque mis ojos adivinaran tu mirada lánguida
y fueran construyendo mis manos tu presencia,
inventando mis sueños piel, risa y esencia de tus besos.

Sin ti andaba yo al garete, en un mar de borrasca,
cuán alejado de todo puerto conocido.
Y el mar también era la nada.
Tendrías que llegar a darle un día
el verdor de tus ojos, la sal de tus pupilas,
un hontanar de lágrimas,
y la suave madrépora que crece entre tus labios.

Sin ti mi voz no tenía forma y su eco faltaba,
era el lloro de un niño que se pierde.
Tú le entregaste acento y le fijaste rumbo.
Y entonces pude cantarte toda, con la voz que me diste.

Antes de ti, la nada, la pegajosa angustia, la voz muda.
Mas hoy comienza a respirar mi mundo,
nutrido con tu luz, fincado en la esperanza.



Germinación del alba

Dueña de los crepúsculos,
tú en mí todo lo sabes y me has visto llorar.
conoces mi congoja cuando la tarde llega
meciendo entre su eclipse mi diaria solitud.
Es el instante de la partida, la fuga del poniente
que tú ya has compartido
en mi zozobra viva, en mi sed de vagar.

Ah niña que sollozas entre mis brazos trémulos,
tu miras a la tarde como se mira el hijo,
como se mira el pan.
Y me miras a mí desde tu inmediata lejanía
como se mira el fuego, como se mira el mar.
(Mirada incierta, en espera,
como trigo sin pilar ante el molino.)

Señora del ocaso,
vuelve hacia mí tus ojos
a la hora tremenda del ciprés,
en que la luz se alarga, en que todo se va.
Dime con tu mirada que tú ya no me dejas,
que estás siempre conmigo
cuando los potros de la noche oímos cabalgar.

Y tú estarás aquí.
No viviré en cada atardecer mi escape
ni ahogará entonces las sombras mi cantar.
Estás aquí, realidad y mujer,
y eres en la penumbra
el sosiego anhelado,
el faro vislumbrado,
el ancla suspensa entre la luz.

Ínsula

Ay, many flowering isles lie
in the waters of wide agony
Shelley

Mujer mía:
quiero que tú y yo limitemos
a una isla,
unidas, nuestras dos vidas
para descubrir las razones
de Dios
dentro de sus confines,
para cantar nuestra pasión
en cada cresta
del limpio oleaje matutino
y dejar en cada promontorio
la huella de una caricia apresurada.
Para que nuestro amor
tenga en el mar una muralla
contra los hombres,
contra todos sus odios,
y su envidia.

Quiero que conozcas
y llegues a hacer tuyas
las cosas básicas,
de todo adorno limpias
y de toda doblez ya cercenadas:
el mar, la tierra, el hambre,
el sexo, la muerte y el dolor.
Yo sé que siempre has vivido
en la penumbra de las grandes ciudades,
pero tienes el corazón lleno de espigas
y colmadas tus venas
de una ansiedad bucólica.
Quiero que te enseñen
su canto los alisios
y que te enamores del mar.
Quiero que dejes a un lado las sandalias,
que tus pies desnudos a toda hora sientan
el roce de la tierra,
el latigazo de los guijarros ocultos en la playa,
la caricia empalagosa de las algas
escapadas del mar a las arenas.

Te haré conocer todo lo que es el agua:
el agua masculina del mar,
violando escollos.
El agua que deforma el litoral
con su tenaz abrazo.
Agua feraz flotante,
salpicada de flora, de residuos.
Agua toda mar, toda sal, toda crustáceo.
También conocerás, como tu única doncella,
el agua hembra de los arroyuelos
y en su mirada contemplarás tu rostro,
junto a su fondo mismo,
y sentirás su confidencia de silencio.
También hay agua que brotará
del manantial de tus ojos,
bajo la leve insurrección de tus pestañas,
cuando sientas que los límites de tu cuerpo
no pueden sujetar ya todo tu amor
y quieras explotar como una fuente,
de agua también,
y de agua arrolladora.
En la soledad; al acercarse mi presencia,
percibirás el terciopelo del agua miel
que dilata tus pétalos completos.
Y, después, la catarata de las aguas madres
al romper tus contornos la huida de mi hijo.

Aprenderemos la lengua vegetal
para olvidar la zozobra del idioma de los hombres.

Lanzaremos voces a los manglares
para hablar con las lianas en su fuga,
enterneciéndonos ante el senil ronquido
de los ancianos de la selva,
zapados por el abrazo de orquídeas concubinas.
No tendrán entonces, en el alba,
secreto alguno el tamboril discurso
de hongos parlanchines,
ni nos será extraño el quejido angustioso
del árbol de la cera al fustigarlo el vendaval.

Nos alimentaremos de las cosas del mar,
de los frutos moluscos que hierven en la arena,
y exprimiremos el jugo de las palmas
para acosar la sed y endulzar las veladas.
De luz y mar embriagaremos nuestros días,
en duales festivales dionisíacos,
respirando esencial libertad,
libertad libre de toda angustia,
de la civilización ya para siempre separada.
“Éste es el universo”, te diré
mostrándote un grano de arena.
En sus contornos de lechosa perla
verás el reflejo de movimientos cósmicos,
conocerás las nebulosas que en voluta se escapan
y aprisionarás en tu mirada
el lento paso de las constelaciones.
“Ésta es la vida plena”, te diré
enseñándote una hoja de higuera.
En los capilares donde corre la savia, juguetona,
mezclándose con el obsequio del sol,
observarás la maravilla de lo eterno
y en sus distintos verdes fondearás en la laguna
de la vida,
anclada al recio atolón
de Dios.

En esa isla quiero que tú y yo,
en esencial conjugación,
asistamos al paso imperceptible de los días,
en mezcla de azul, miel, cielo, agua y arena,
hasta que surja, también del mar,
la muerte,
que habrá de ser un cómplice en la huida.

Para Maggie en una tarde de ventarrón de Miami

Desflorada por la tormenta
entregada a un viento
de rafaguillas verdes
y súbitos berridos
planea una paloma
y yo sin ser sonámbulo
floto en medio
de azulinas ondas
que destilan cloro
pedaleando
timoneando
mi ahogada bicicleta
a la deriva
en la inerme marea
del desencanto
mi voz sellada
en espera
de lo inevitable.
Me invade la tibieza
las venas se me encienden
las aves regresan al nido
las lagartijas huyen
y tú también
corres hacia el ocaso
que igual a la alborada
a los dos escatima
una respuesta.

Partida de la mujer rosada

A Guillermo Payán Archer

¿Te acuerdas, acaso, de los barcos cargueros,
que arrimaban sus lomos andrajosos al muelle,
para escuchar más cerca el quejido terrestre,
en noches en que hervían estrellas sobre la soledad?

¿De esos barcos cansados, híspidos de mástiles,
sus cuadernas plagadas de lapas sempiternas,
su fondo un sol de óxido, alarido del hierro,
y en el puente un corazón hastiado para marcar el rumbo?

¿Recuerdas, también acaso, cómo en noches de juerga,
huíamos de la cálida órbita, a una hora imprecisa,
soñando zarpar en esos fondos de alma calafateada,
para dejarlo todo en la indecisa estela de las quebradas hélices?

Nunca huimos de veras.
Mientras veíamos la estela de nuestro barco naufragar,
cómo odiamos las cadenas que a tierra nos ataban,
e invocamos una vez más la libertad del mar.

Mas hoy zarpé. Sí, Guillermo. Zarpé.
No me fui con el loco capitán de un barco matrícula de Dublín
Ni me contrató el tuerto contramaestre del tanquero Amarú
Ni quise viajar de polizón, rumbo a nuestro amado Dar-el-Salaam

La mitad mía se desprendió de golpe,
y zarpó, muy ceñida, a una mujer rosada
de ojos claros de isleña sobre su rosa piel.
Y ambos vimos desde la popa la estela en su tremenda desnudez

Toda rosada ella, vikinga de tez color bermejo,
de olor a nuezmoscada, cabellos en cascada,
de senos amaranto con cráteres de aloque.
Su carne tornábase granate y su temblor reinaba.

Esta fue, pues Guillermo, la partida de mi mitad marina.
Se fue anidando, suave, en su rosado fondo y su rosada miel.
Atrás ya no había nada: quizás mi ser terrestre.
Adelante, el mar era rosado y mi canto también.

Regreso

Acabas de llegar.
Cruzaste, en solitaria caravana, un desierto de sábanas,
las venas en sus múltiples ramas abrazando.
Atrás están quedando los montes calcinados;
la saeta que rompe la ventana del yodo;
la larga enredadera de los nervios;
el muelle negro donde los sueños de la noche zarpan.
y ya no escuchas las voces del mundo de fantasmas.

Estás radiante, nueva, completa, y hasta un poco celeste,
al emerger del reino prohibido de las sombras.
Estás triunfante, diáfana, infantil y hasta un poco felina.
Lo fosco de la noche en ti fue derritiéndose,
olvidada la pena aguda de tu entraña.

Surge la única voz, con la esperanza;
la cortina incitante que descorre el mañana,
el fruto nuevo del dolor, tan bienamado,
y la centella poderosa de tu grito,

no ya de soledad ni de pavor ni hielo:
de entera dicha sin baldón ni frío.

Hasta encontrarte incólume,
espérame, triunfante, a la otra orilla del dolor.

Testamento del hombre

A Osías Plotnicoff

Oh Dios: me colmaste de tu árbol derribado,
llevaste hasta mi barro la fruta de la risa,
y me soltaste, raudo y feliz, por tu campiña
con la lanza del canto y mi locura plena.
Y hoy vengo a darte cuenta con mi voz encendida,
cabizbajo quizás, pero alegre, ¡oh alegre!
Sin que nada postrer brote de mis palabras
porque en la poesía no hay tránsito ni límite.

Desde la sed al tedio he recorrido:
oh sed de la niñez, inaplazable y ronca
que calmaban las aguas con sabores a helecho,
venidas de los páramos poblados de leyenda.
Y la pulpa del tedio que a veces acarician
las yemas de los dedos indecisos
al son de las hamacas y las cavilaciones
bajo el signo brumoso del Trópico de Cáncer.
El hambre y la mujer también me adjudicaste.
Ecuaciones exactas, mas la clave ignoré.
Mapas de hueso y carne, con fronteras de sangre,
exploré sus meandros en ansiosa piragua,
levantadas muy altas las velas del deseo.

Evoco la mujer y conozco tu mano.
He allí tu comarca inigualada,
oh suave sortilegio del que quise
embriagarme hasta agotar mi piel y mis estíos.
De ellas, un día olvidado presentí
el doble secreto de la vida:
cuando ya de pasión estaba exhausto,
me legaron con su entrega la ternura y el alba.
Pero más que las caricias conocidas,
amé sobre ellas todas y hoy recuerdo,
cualquier desconocida que al cruzarse conmigo,
pareciera llevar el peso milenario de su sexo en las ojeras.

Oh Dios, creador de la mujer y de todas las cosas:
esta mañana me miré en el espacio capturado –
el viejo espejo traído de las islas –
y nada en mi rostro era lo mismo.
Estaba liberado, suelto, rota la reja de los párpados.
Invadida mi piel por elegías,
el rosa de los soles difuso entre la barba.
Y sentí una premonición ya conocida:
preludio del más grande y azul de los crepúsculos.
No era mi propio ser,
sino el rey de las corrientes y los vientos,
gran visir de los médanos y arenas,
aquí en mi soberana soledad,
el único legado material de mi existencia:
un pedazo de playa sempiterna,
la sombra amiga de cuatro cocoteros
y un almendro sembrado por los pájaros.
Oh reino mío, acuosa línea vaga
con sus ejércitos de olas
y su frontera de delfines.
Allí cabe la gloria entera en un puño cerrado.
Estoy listo para partir cuando tú quieras.
He legado mis ansias y mi sed.
También mi hambre y mi piel.
He hecho testamento de recuerdos,
archivo de caricias,
registro de miradas,
inventario de celos y de olvido,
y en cada página invisible
está dormida una mujer
y reina el sueño.
Hecha mi paz con ellas y con todos,
al acudir en la tarde a tu llamada quedo,
me pregunto si el único pecado
que no perdona Dios es la ternura.

Viajera

Duendecilla encantada, surgida de los bosques y el ayer:
me invitas a la fuga. Tenemos que viajar. No importa a dónde sea.
En el vagar hay ansiedad, a veces miel… y siempre espera.
Tuya la miel y la ansiedad. Y yo la espera y el temblor.

Déjame que sueñe, duendecilla: llegarías de incógnita viajera
como surgida de algún rincón de ala transparente
con tu pasaporte sellado de carmín, huellas de soledad… y ojeras.
Y tu equipaje de pesadumbre y caricias inéditas.

Si pudieras viajar hasta mí de polizón entre los vientos,
te esperaría, siempre te esperaría con las venas alzadas,
al final de algún banco prohibido de ostras celestiales
como huérfano huracán en busca de su vértice y su aya.
Llegarías vestida con el salobre raso de tus poros,
a proa el agresivo andamio de tus senos  (¡Ah suave territoriol)
mientras que del andar de tus caderas somnolientas
desearan los querubes imitar sones, hélices y piruetas.

Viajera eterna. Inconforme quelonia. Luciérnaga andariega.
Te esperaré, siempre te esperaré con el ancla levada.
Allí, en la bahía escondida de nuestro firmamento.
No me dejes tan solo ni tardes en tu viaje. Ven a nuestra nube parcelada.