Sahagún, Carlos

Sahagún, Carlos

Poeta español nacido en Onil, Alicante en 1938.

Cursó estudios de Filosofía y Letras en Madrid, luego vivió en Segovia y finalmente se estableció en Barcelona.

Fue lector de Español en la Universidad de Exeter, England y catedrático de Literatura en el Instituto de Segovia.

Ha obtenido los premios Adonais 1957, Boscán 1960, Juan Ramón Jiménez 1974, Provincia de León 1978

y Nacional de Literatura 1980.

Su obra poética está resumida en cuatro publicaciones: «Profecías del agua», «Como si hubiera muerto un niño»,

«Estar contigo» y «Primer y último oficio».

A estas horas

En las bocas del metro nadie espera
a nadie. Solamente se ven manos,
extremidades mutiladas. Bajo
la tierra se oyen trenes y zozobras,
se oyen detonaciones donde brilla
un momento tu ausencia y mi infortunio.
Nada, por lo demás, ha variado.
El tiempo sigue siendo un puente oscuro,
metálico, insalvable, o cierta música
que a mis espaldas dura destejiéndose.
Y tú, la anunciadora del otoño,
ya no podrás perderte en esta niebla.

Desde la torre un centinela aguarda,
traza señales bien visibles, siente
el perezoso ritmo de tus pasos
por la senda de las indecisiones.

¿A qué otro techo para refugiarte?
Yo mismo, oh muerte, soy tu propia casa.

A imagen de la vida

Qué niño irá a caballo pensativo
hacia el mar insondable
para contarnos una dura historia
de despojos guerreros y de hambre
como aquel mediodía que revive
aún hoy
bajo los cascos sollozantes.
Tal vez la vida sea para otros
asunto menos grave
música que escuchamos desplegada
dulcemente en el aire
larga espera en la seguridad
de que el tren llegará temprano o tarde.
Mas para mí no puede ser sino dolor
hecho a su imagen.
Mi porvenir y mi principio
son una misma escena inolvidable
el mar que emerge eternamente
al fondo de una calle
y un niño y un caballo derribados
tragados por el oleaje.

Aquí empieza la historia

Aquí empieza la historia. Fue una tarde
en que se habían puesto las palomas
más blancas, más tranquilas. como siempre
salí al jardín. Alrededor no había
nadie: la misma flor de ayer, la misma
paz, las mismas ventanas, el sol mismo.
Alrededor no había nadie: un árbol,
un estanque, ceniza en aquel monte
lejano. Alrededor no había nadie.

Pero, ¿qué es este viento, quién me coge
el corazón y lo levanta e vilo,
y lo hunde y lo levanta en vilo? Una
muchacha azul en la orfandad del aire
ordenaba los pájaros. sus manos
acariciaban con piedad el árbol,
y el estanque, y aquel lejano monte
ceniciento. El jardín ardía al sol.

La miré. Nada. La miré de nuevo,
y nada, y nada. Alrededor, la tarde.

Árbol en Galdar

Inútil experiencia
de libertad, el drago
irrumpe sometido
al cemento. Raíces
fascinantes o tercas,
pura ansiedad vencida,
quien buscó la palabra
que acompaña, quien hizo
de su pasado inmóvil
un ademán de entrega,
hoy no pide otra cosa
sino silencio, y palpa
la piedra ya, los muros
impenetrables, hoscos,
y hacia los cielos libres
renace extraño, insomne,
proponiendo la vida
desde sus propias ruinas.

Canción de infancia

Para que sepas lo que fui de niño
voy a decirte toda la verdad.
Para que sepas cómo fui, aún guardo
mi retrato de entonces junto al mar.

Playa de arena, corazón de arena
hubiera yo querido en tu ciudad.
Que te faltase como me faltaba
-le llamaron post-guerra al hambre- el pan.

Tú con tu casa de muñecas vivas
llenando los rincones de piedad.
Yo, capitán con mi espada de palo,
matando de mentira a los demás.

Si hubieras sido niña rodeada
por todas partes, ay, de soledad,
yo te habría buscado hasta encontrarnos,
hasta ponernos los dos a llorar.

Juntos los dos. Que tu madre nos diga
aquel cuento que no tiene final.
Despertar de la infancia no quisimos
y no sé quién nos hizo despertar.

Pero hoy, que hemos crecido tanto, vamos,
dame la mano y todo volverá.
Somos dos niños que a la vida echaron.
Muchacha -niña-, empieza a caminar.

Claridad del día

Te digo que ésta ha sido la primera
vez que amé. Si la tierra que ahora pisas
se hundiera con nosotros, si aquel río
que nos vigila detuviera el paso,
sabrías que es verdad, que te he buscado
desde niño en las piedras, en el agua
de aquella fuente de mi plaza. Tú,
tan flor, tan luz de primavera, dime,
dime que no es mentira este milagro,
la multiplicación de mi alegría,
los panes y los peces de tu pecho.
Contéstame. No quiero hablar yo solo,
estar -yo solo- alegre. Te amo. ¡Fuego,
la mañana hace fuego y nos golpea
los corazones! Levantémoslos
arriba, siempre arriba. Alguien nos lleva,
alguna mano pura nos empuja.
Aire en el aire, iremos a aquel monte.
Cristal en el cristal más limpio, un día
nos miraremos hasta emocionarnos.
Y ya lo estamos como nunca. Dame
la mano. Si me dices que eche al río
mis versos, yo los echaré, si quieres
que arranque aquella flor y te la traiga,
te la traeré. Pero anda, ven conmigo.
¿Ves un pinar allá a lo lejos? Vamos.
Ya todo es nuestro: el buen camino, el árbol,
la generosa claridad del día.

Cosas inolvidables

Pero ante todo piensa en esta patria,
en estos hijos que serán un día
nuestros: el niño labrador, el niño
estudiante, los niños ciegos. Dime
qué será de ellos cuando crezcan, cuando
sean altos como yo y desamparados.
Por mí, por nuestro amor de cada día,
nunca olvides, te pido que no olvides.
Los dos nacimos con la guerra. Piensa
lo mal que estuvo aquella guerra para
los pobres. Nuestro amor pudo haber sido
bombardeado, pero no lo fue.
Nuestros padres pudieron haber muerto
y no murieron. ¡Alegría! Todo
se olvida. Es el amor. Pero no. Existen
cosas inolvidables: esos ojos
tuyos, aquella guerra triste, el tiempo
en que vendrán los pájaros, los niños.
Sucederá en España, en esta mala
tierra que tanto amé, que tanto quiero
que ames tú hasta llegar a odiarla. Te amo,
quisiera no acordarme de la patria,
dejar a un lado todo aquello. Pero
no podemos insolidariamente
vivir sin más, amarnos, donde un día
murieron tantos justos, tantos pobres.
Aun a pesar de nuestro amor, recuerda.

Cuerpo desnudo

“…muchas veces me pregunto
qué hacíamos tú y yo antes de querernos…”

Y vienes y te quedas
blanca, casi de mármol,
como un escalón puro para subir a Dios.

No sé qué hacer, dónde buscar
mis palabras más verdaderas, cómo decirte
que llevo en la mirada reflejado tu pecho,
y los brazos me caen, como en derribo,
al verte aquí, a mi lado, morena, lejos siempre.
Voy hacia ti como hacia el mar, despliego
las velas, ay, las alas de mi infancia,
veloz mi corazón cruza la arena,
se me dobla el dolor, te miro
toda de agua navegable, toda
pequeña,
como una estrella húmeda y parada.

Rodeado de naranjos, asombrándome
de ver los pájaros de oro,
era yo niño, comí
pan duro entre las manos vivas de mi madre,
y los zapatos rotos me hacían sentir la tierra,
mientras la tierra iba levantándome a hombre sin
remedio.
Quisiera haberte visto entonces, cuando
las calles bombardeadas. Ven,
dame la mano, sube
conmigo al monte negro de la pena.
Dame la mano, dime
si he de morir, si voy a ser eterno,
déjame repartirte como un pan por mis brazos.
Pero qué importa, ya que importa,
ya para qué acordarme, si hoy te quedas
desnuda, inmóvil,
si hoy has crecido tanto
que olvido y rompo aquella infancia de humo
y voy a ti en silencio como un rayo de luz.

Desembarco

Perdida la ocasión en las batallas,
años después, hombres y niños esperábamos
un desembarco salvador.

Se poblaban las playas de miradas,
los sueños, de navíos.

Pero nadie venía a destruir
la tiranía del silencio.

Nada en el horizonte de color Normandía.

Sólo espuma en la orilla y tierra inhóspita
bajo los pies descalzos, anhelantes
y acobardados.

Deseo de madrugada

Ahora la madrugada trae un ramo
de rosas blancas. Pero no las quiero.
Yo no he venido aquí para estas rosas
sino para el aroma de tu cuerpo.

Despierto estoy. Tu cuerpo inolvidable
se precipitará hacia mi recuerdo.
Tú misma estás junto a la aurora triste
y te levantas firme sobre el tiempo.

Vienes a mí con 1a orfandad del día
abrazadoramente hasta mi lecho,
igual que el despertar de un largo olvido
o como la llegada del invierno.

Y yo, ciego y mortal, hacia tu carne,
hacia las soledades de tu pecho
pongo mi corazón y escucho. Tierra
tierra de nadie el corazón se ha vuelto.

Lo que fue una noticia de relámpagos,
una mano entregada desde un sueño.
Ahora no estás y un alba de jardines
abre sus flores para mi deseo.

Te amé tal vez por las doradas hojas
que iba en tu corazón reconociendo.
Pero hoy ya no. Que toquen los clarines.
Es la resurrección de nuestros cuerpos.

Nos alzaremos con la madrugada.
Desnuda estás y blanca. Es el momento,
el tiempo del abrazo. Y te vas. Queda
la noche gris sobre mi pensamiento.

No encontraré otro cuerpo de más vida
ni, dentro de lo vivo, más sereno.
Es la serenidad del alba. Vamos.
Al monte más distante subiremos.

Pero nos llaman a olvidar, hoy hace
sombra en todas las calles y en mi pecho.
Como una torre de cristal vacía
se me derrumbarán todos los sueños.

En el principio, el agua…

En el principio, el agua
abrió todas las puertas, echó las campanas al vuelo,
subió a las torres de la paz -eran tiempos de paz-,
bajó a los hombros de mi profesor
-aquellos hombros suyos tan metafísicos,
tan doctrinales, tan
florecidos de libros de Aristóteles-,
bajó a sus hombros, no os engaño,
y saltó por su pecho como un pájaro vivo.

Ah, no te olvido,
a ojos cerrados te recuerdo tapiando las ventanas,
sobre el papel en blanco de la vida
dejando caer tinteros y palabras de piedra.
Y era lo mismo: yo seguía puro;
los últimos de clase, los expulsados por llevar ternura
en los bolsillos,
seguíamos puros como el viento.
Antes de Thales de Mileto,
mucho antes aún de que los filósofos fueran
canonizados,
cuando el diluvio universal,
el llanto universal,
y un cielo todavía universal,
el agua contraía matrimonio con el agua,
y los hijos del agua eran pájaros, flores, peces, árboles,
eran caminos, piedras, montañas, humo, estrellas.
Los hombres se abrazaban, uno a uno,
como corderos, las mujeres
dormían sin temor, los niños todos
se proclamaban hijos de la alegría, hermanos
de la yerba verde,
los animales se dejaban
llevar, no estaban solos -nadie estaba solo-,
y era feliz el aire aun sin ponerse en movimiento,
y en el espejo de unas manos llenas de agua
iba a mirarse la esperanza, y estaba limpia, y sonreía.

(Aquí quisiera hablar, abrir un libro -aquí,
en este instante sólo-
de aquel poeta puro que sin cesar cantaba:
“El mundo está bien hecho, el mundo está
bien hecho, el mundo
está bien hecho …”  -aquí, en este instante sólo-.)
¡Y cómo no iba a estar bien hecho,
si en aquel tiempo las palomas altas
se derretían como copos,
si era inocente amarse desesperadamente,
si las mañanas claras, recién lavadas, daban
su generoso corazón al hombre!

Aquello era la vida,
era la vida y empujaba,
pero,
cuando entraron los lobos, después,
despacio, devorando,
el agua se hizo amiga de la sangre,
y en cascadas de sangre cayó, como una herida,
cayó sobre los hombres
desde el pecho de Dios, azul, eterno.

Epitafio sin amor

Mientras vivió, permaneció en lo alto.
Hoy quedan retratos pisoteados,
libros y panegíricos,
y algo como un horror en la conciencia
colectiva. Su nombre, por fortuna,
ha pasado a la historia para ser
ira, desprecio, escándalo
de las generaciones,
y aún dura en las cloacas de aquel tiempo sombrío.
Pero la maquinaria que creó
no dura. Pieza a pieza, el engranaje
fue destruido sin piedad.

Un viento popular barrió las vigas
carcomidas, el moho, las distancias,
y en el silencio que quedara en pie
fue posible por fin la primavera.

Insomnio

Insaciable,
entré en tu edad madura, en la maleza,
busqué el tenso bambú, la carne cimbreante,
con el designio de un tardío acoso,
y como el sueño no era sino un viaje
cuyo mayor dolor es el regreso,
hacia la tapia fulgurante y ciega
acompañé tu imagen, sufrí su maleficio,
oh misteriosa y húmeda concavidad vacía,
cuerpo más que la aurora vacilante,
desolación para los que esperábamos,
tras noches de ansiedad, siglos de entrega.

Invierno y barro

Sé que, por mucho fuego que ahora ponga,
la adolescencia transcurrió conmigo
y del fragor de sus mitologías,
frente a los altos muros combatidos,
sólo quedaron evidencias vagas,
ecos ahogados bajo el cielo efímero.
Mas removiendo a fondo estas cenizas
regresa a veces un fervor perdido
y unos focos alumbran a intervalos
el aguacero en el suburbio, al filo
de la honda madrugada. ¿Vuelves tú,
difuminada imagen de mí mismo,
vuelves apenas a entregarme sólo
la ambigüedad al fin, no el contenido
tenaz de aquellos años sin fronteras
en que íbamos descalzos, insumisos,
y era verdad la vida solidaria
aun con invierno y barro en los caminos?

Pues fracasó la realidad de entonces,
no sucumba el poema, no haya olvido.

Junio

Abrazado a tu tierra,
cuerpo en flor,
a tus praderas para galoparlas,
junio entraría en nosotros como la luz entre
estos pinos.
Entraría radiante, viniendo yo no sé
de dónde, pero cierto como un brazo de aurora.
y ya no habría hora triste ni momento
malo.

En nuestros brazos tiene el tiempo
su dimensión más ancha, y para dar consuelo
y nos sentirnos solos, bastaría
con la certeza de tu cuerpo aquí,
como una flor que empuja o, más bien, como
aquel temblor de los cañaverales.

Y desde qué tristeza hemos venido,
desde qué infancia que nos han quitado.

Si bajo nuestra tierra está la tierra extensa,
la que pisaron otros hombres
con paso fiel o con melancolía,
yo quisiera decirte, preguntarte,
como a mí mismo me pregunto,
si en esta tierra extensa no ha quedado algo
nuestro,
un pasado de niños tristes bajo la lluvia,
algo, en fin, donde tú y yo vivimos,
donde hemos existido tú y yo ajenos, distantes
echados al olvido duramente,
antes que en nuestro pecho a un tiempo entraran
este junio radiante, esta otra vida.


Lluvia en la noche

A veces voy por un camino,
y el aire huele a lluvia,
y pasa un niño abandonado y llora,
como si recordara los árboles en sombra,
los pasillos en sombra, los juguetes
que se perdieron en un pozo.
Pero yo voy por el camino blanco,
y el camino se alarga, como el miedo a estar vivo.
El cielo Se ha puesto grande, igual que el techo de los palacios.
Nadie se vuelva atrás: estamos
ante la noche, al raso, puros,
lavados por el agua que vino de tan lejos.
y la ciudad se ha hundido como un barco en desgracia.
y ya no queda nada…

He vuelto a creer en Dios,
y en las puertas cerradas, y el humo, y el milagro.
Tengo fe en el camino que se pierde,
con sus piedras y sus matas secas,
y de nuevo sus piedras, y la lluvia,
y todo lo que es ruina y desamparo.

Tengo fe en el camino y en las catedrales de Dios,
y alzo los ojos para hablarle,
y la lluvia, entonces, me da en los ojos, y
Dios no está aquí, pero está aquí. Y avanzo.

Noche cerrada

Fue en la infancia, a la vera de los caminos, en el humo perdido
de los barcos que se alejaron.
Con ellos se marchaba mi corazón, con rumbo cierto
de eternidad. Y más allá, donde nuestra mirada no llegaba,
por pequeña o por triste, algo nos sostenía.
Dios, el abuelo de los niños, repartiendo
las gaviotas por el azul sin límites, estaba con nosotros
de sol a sol, como los viejos labradores,
y dejaba su mano cansada en nuestros hombros.
Por qué pensar en cosas tristes. Mis padres
volvían del trabajo con ira, se vivía mal en casa,
eran tiempos difíciles y oscuros.
Y, sin embargo, vi palomas, estoy cierto, tuve apego a las
atareadas de mi madre,
directamente conocí la vida
como algo, más o menos alegre, que no tenía final.
Yo siempre tuve un alma navegante
y una gran esperanza.
Desde el punto de vista de aquel niño
todo era claro y mañanero, quiero decir, todo era
mentira, puro engaño. Tú no estabas allí,
ni aquí, a la vera de los caminos, ni en el humo perdido
de los barcos. Un muchacho lloraba
frente al acantilado, bajo la dura enseña
de la noche sin Dios.

Para este otoño súbito

Ha muerto, está la losa confirmando
su descenso al infierno, un largo epílogo
de ávidos bisturíes y transfusiones.
Mas no bajan con él los días aciagos
y un espejo prolonga su adversa simetría
sobre el país inerme.

No ha acabado el eclipse. El dolor sigue,
la noche sigue proponiendo al aire
proyectos infinitos que ya apenas perturban
porque se abandonaron: hoy devienen
derrotada memoria de una herida
que no defiende nadie.

Ahora, en la incertidumbre de esta muerte,
contemplo a solas una luz difusa,
cada vez más lejana. Hay en las playas
pura lluvia sin fin, y en los caminos
igual desesperanza, más árboles sin vida
para este otoño súbito.

“Primer y último oficio” 1979

Playas de Exmouth

Me pregunto si un hombre, ante estas playas,
tiene derecho a que se acuerden
de su amor, de lo que antes pronunciaron
sus labios, de sus pasos por los caminos
con sol, o de sus manos
que en la noche se hundían alguna vez, o iban
entrelazadas a las tuyas
como a un presente vivo de cristales.

Y si así fuera, si tú me esperaras,
he de tender los brazos en este mar del norte
y arribaría a ti.
Porque si en este instante tú estás allí con
caracolas,
acercando tu olvido a mis palabras,
y si las sientes como verdaderas,
yo no estoy olvidado.

Diez, doce barcas de los pescadores,
como atadas también a mi esperanza,
están aquí y están tirando
de mí mismo, o quizá
no estén tan cerca y sí en la lejanía.
Mi corazón podría recordarlas,
llevarlas a otro tiempo.
Barcas que vi a tu lado una mañana,
en España, a dos pasos
de la felicidad de estar contigo.

Quede mi nombre

Que mi reino no sea
la soledad del héroe pensativo,
sino tu fortaleza amurallada.
Hallen en ti refugio los días claros,
roto ya por mil flancos
el combatido cerco de la noche.
Y cuando zarpe el último navío
rumbo a la decepción definitiva,
quede mi nombre escrito sobre el agua,
indefenso, esperando
la hora en que tú desciendas suavemente,
sabiendo ya el camino, a recordarme.

Renuncio a morir

Era el otoño y la hoja de aquel árbol
temblaba. También yo, también nosotros
teníamos un temblor nuevo, una nueva
y enfebrecida tarde. Como el mar
que rompe hacia las rocas y las vence,
así eras tú, estudiante. Conocía
tu soledad, tu cuerpo, desde antes
de ver tu cuerpo y ver tu soledad.
« ¿Estudias mucho? »   «Estudio poco.»  «¿Vives
poco?»  « No, vivo mucho.» Parecía
que tus palabras me arrastraban, era
todo tan nuestro de verdad, tan bello
de verdad, tan sencillo. Me acordaba
de aquel niño lejano que aún creía
en Dios, en sus milagros. (Madre, madre,
un día vendrá Dios hasta los pobres
y hará justicia.)  Mientras, era el campo,
fijamente mirábamos el campo
verde, universitario, lentamente
se humedecía la yerba. Era de oro
la hoja del árbol y temblaba, era
no sé de qué tu corazón y abría
sus puertas a la yerba verde y húmeda.
Náufragos del jardín, resucitábamos,
llegábamos a amarnos, me perdía,
me salvaba, dudé, toqué las llagas
de aquel paisaje con los dedos como
se toca un árbol, una flor, un cuerpo:
para creer. Olía a vida. Se
respiraba la vida. De repente
alguien, el viento, nos dejó sin libros,
nos hizo dioses. Y quedamos solos,
frente a frente, mirando aquellos campos
solitarios, y libres, y vencidos,
a nuestros pies. Podía renunciarse
a morir ante aquel milagro. «Pero
¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo?»

Era el otoño y la hoja de aquel árbol,
que era de oro de verdad, temblaba.

Soneto

Están doblando a madre las campanas
y el corazón está sonando a llanto.
Un niño, en los senderos del espanto,
huye a unas faldas limpias y lejanas.

El pasado nos abre las ventanas
y penetran sus sombras con el canto.
Al niño de mi historia lo levanto
hasta la luz de todos los mañanas.

Están doblando a madre las palmeras
de mi ciudad. Y yo, en Madrid. Tan lejos
que se me perderán en el camino

todas estas palabras verdaderas.
Madre en el fondo azul de los espejos
de este hotel, donde el llanto es clandestino.

Tal vez naciste para ser motivo

Huyendo de mí siempre,
a mí me sigo.
Juan Boscán

Tal vez naciste para ser motivo
de estos versos y no sustancia mía,
fuego de mis palabras, no madera
de aquellos bosques donde tantas veces,
hijos del alba, nos perdimos.

No eres de carne, eras de viento en furia.
Viniste y me tiraste el alma abajo;
No eras de carne, pero no te puedo
olvidar.

Si algo que es tuyo se ha perdido lejos
como un relámpago en la noche, dime,
dime tú, estrella que en el pecho llevo
‘qué podemos hacer, a qué lugares
voy a traer, mi corazón. La historia
es sencilla y es triste. Recordarla
sería también sencillo y triste, pero
ya para qué, si tú no estás conmigo.

Salgo a la calle. Un nuevo día crece,
pero me daña sin piedad. El sol
pone en las cosas su calor antiguo.
Pero no me conoce nadie. Nadie
-la flor de aquel jardín, el agua mansa
de aquel estanque, aquellos montes grises,
tanta ceniza repartida-, nadie
sabe mi nombre, este es el fin. Aquí
se termina la historia.

Un largo adiós

Ese tren que cruza Castilla
de madrugada, ese tren largo y perezoso
que se detiene acá y allá, en lugares previstos pero desconocidos,
que se mueve en la noche
como si se incendiara un bosque entero y amplio,
no puede ser el del olvido.
A través de lo oscuro, de las obligaciones
deprimentes,
tú puedes comprobarlo. Estamos lejos
uno de otro y todo sirve
para marcar bien las distancias;
y sin embargo, el aire de la noche,
el sueño, el despertar de tanta ausencia,
me traen recuerdos vivos, restos puros
de todos los naufragios:
el mar mediterráneo en calma (en mi ciudad o en Nápoles),
un pinar castellano, o bien
un día de junio a pleno sol entre mis brazos.

¡Tanta dicha no puede ser
irrepetible!

Yo busco tu silencio de otros días,
tus palabras de entonces, la belleza
de un gesto tuyo, el resplandor seguro
de aquellos instantes.
Busco las cosas ciertas,
las que me salvan de no estar contigo
día a día, por siempre.
y te pregunto desde esta hora triste:
los momentos felices
¿han de partir con ese tren
que ahora cruza Castilla, han de perderse oscuramente,
sin piedad, en la noche?

Un manifiesto: febrero 1848

Fue en la calle de Liverpool, en Londres,
en las prensas de un tal Burghard. Aquel día
la tinta estaba aún fresca, recién creado
el libro, el arma.
Cómo llamarle, cómo referirse
a tanta sangre pobre en junto, qué decir del olor
a herramienta humillada y campo entre sus páginas.
La vida trae a veces brisa ligera, palabras
que sólo son palabras, íntimos coloquios
de enamorados bajo los olivos.
Pero aquel documento decía palabras de más peso, traía vientos
mundiales, solidarios.
Como un doble latir ante la historia,
dos hombres lo escribieron, pusieron su pecho
frente al invierno de aquel año.
Y desde entonces,
no como flor, sino como exigencia
de mano de obra,
generaciones de violenta espuma
de idioma a idioma traducían
el mismo impulso, iguales certidumbres.
Porque una cosa es cierta: era la luz, la letra impresa clareando
caminos que antes fueron noche injusta, tiempo
de esclavitud.

Un niño miraba el mar

De tierra adentro tu ancho corazón,
tu estar serena. ¿Pero has visto el mar?
Te contaré que soy el mar y puedes
creerme. Allá en mi patria, cuando había
un niño solo junto al mar, viniste.
Como la ola de la playa, alegre
entrabas por mi corazón, lo mismo
que la ola en la playa. Y era yo,
con mis castillos en la arena, era
yo quien te recibía y te ponía
nombre de ave. Con el agua azul
te bautizaba: «’Tú serás la flor,
la golondrina que va y viene». iCómo
voló tu corazón en torno mío!
De mar adentro. Y ya te conocía,
pluma de ave que se va, campana
que ahora suena. Es ahora. ¿y aún no has visto
el mar? Yo soy el mar. Puedes creerme.
Como la ola de la playa, puedes,
debes creerme así. Vuelen tus alas,
sufra la luz el roce de tu cuerpo,
y yo en lo hondo de tu cuerpo viva,
hondo muchacho que una tarde buena
se acercó a ti, se emocionó a tu lado.

Vegetales

Estamos en el bosque,
amor mío,
en la espesura de los años
vividos duramente
bajo la tiranía de las frondas,
en situación de seres vegetales.
Entre tú y yo el silencio
se mueve apenas,
su involuntaria brisa comunica los troncos
y, sin palabras, las raíces
inician la aventura
de la espera anhelante: pasa
por nuestro sueño un leñador amigo
desbrozando la noche,
abriendo para siempre el camino del alba.