Figuera Aymerich, Ángela

Reseña biográfica

Poeta española nacida en Bilbao en 1902.

Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, fue Catedrática de Lengua y Literatura en los Institutos de Huelva, Alcoy y Murcia hasta después de la guerra civil española y posteriormente trabajó en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Junto con Blas de Otero y Gabriel Celaya, formó parte del importante Triunvirato Vasco de la poesía de post-guerra.

«Mujer de barro» editado en 1948 fue su primer libro, al que siguieron luego muchas publicaciones de renombre como «Belleza cruel» y «Toco la tierra».

Falleció en 1984.

Belleza cruel

Dadme un espeso corazón de barro,

dadme unos ojos de diamante enjuto,

boca de amianto, congeladas venas,

duras espaldas que acaricie el aire.

Quiero dormir a gusto cada noche.

Quiero cantar a estilo de jilguero.

Quiero vivir y amar sin que me pese

ese saber y oír y darme cuenta;

este mirar a diario de hito en hito

todo el revés atroz de la medalla.

Quiero reír al sol sin que me asombre

que este existir de balde, sobreviva,

con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente

sin que me cause miedo la mirada

de los que labran tierra golpe a golpe,

de los que roen tiempo palmo a palmo,

de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,

que se me para el pulso y la sonrisa

cuando contemplo el rostro y el vestido

de tantos hombres con el mido al hombro,

de tantos hombres con el hambre a cuestas,

de tantas frentes con la piel quemada

por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asusta verme

las manos limpias persiguiendo a tontas

mis mariposas de papel o versos.

Porque es lo cierto que empecé cantando

para poner a salvo mis juguetes,

pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,

y me confieso y pido a los que pasan

que me perdonen pronto tantas cosas.

Que me perdonen esta miel tan dulce

sobre los labios, y el silencio noble

de mis almohadas, y mi Dios tan fácil

y este llorar con arte y preceptiva

penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,

este tremendo lujo de ir hallando

tanta belleza en tierra, mar y cielo,

tanta belleza devorada a solas,

tanta belleza cruel, tanta belleza.

Bombardeo

Yo no iba sola entonces. Iba llena

de ti y de mí. Colmada, verdecida,

me erguía como grávida montaña

de tierra fértil donde la simiente

se esponja y apresura para el brote.

Era mi carne, tensa y ahuecada,

nido cerrado que abrigaba el vuelo

de un ala sin plumón y con grillete:

casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días

desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciego, brutos,

respetar el portento.

Rugieron. Embistieron encrespados.

Lanzaron sobre mí y mi contenido

un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro

cielo de otoño vomitaron lluvia

de ciegos mecanismos destructores

que desataban sobre el cauce seco

del callejero asfalto sorprendido

los ríos de la sangre.

(…) Noches de sueño incierto, triturado

por la tremenda sinfonía

del frente en erupción y los caballos

del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime

hasta la última esencia

para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo,

desorientado, desgajado en vivo

del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,

apelmazadas de odios y de ruinas,

yo te esperaba. Me llegaste a veces.

Del último bisel de la tragedia,

del borde mismo de la hirviente sima

venías hasta mí. Me contemplabas

con unos ojos llenos de agua sucia

donde asomaban rostros de cadáveres.

Ojos que procuraban ser risueños

y mansos al pasar por mi figura

y acariciar con luces de esperanza

la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa,

con qué vibrar de nervios y raíces

nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,

absortos en el hondo tableteo

de nuestros corazones. Escuchando

de vez en vez el tímido latido

del otro corazón encarcelado

que ya, para nosotros, gorjeaba.

Yo sonreía señalando el sitio

en que un talón menudo percutía

mis íntimas paredes en un ansia

gozosa de correr por los senderos

apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,

en lo mejor del conseguido sueño,

surgía denso, alucinante, bronco,

el bélico zumbar de la escuadrilla.

Bramando, sacudiendo, despeñándose,

atropellándose los ecos

iban las explosiones avanzando,

cada vez más cercanas,

hasta que, al fin, la muerte en torrentera,

en avalancha loca, trascurría

sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,

con un impulso elemental de macho

que guarda la nidada, con un gesto

ardiente y violento como el acto

de la amorosa posesión, cubrías

mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,

haciendo de tus largos huesos duros,

de tu apretada carne exacerbada,

un ilusorio escudo indestructible

para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, trasvasándonos

el tembloroso aliento, diluidos

en éxtasis de espanto y de delicia,

las almas contraídas, esperábamos…

No. Nunca nos quisimos como entonces.

Cañaveral

Entre las cañas tendida;

sola y perdida en las cañas.

¿Quién me cerraba los ojos,

que, solos, se me cerraban?

¿Quién me sorbía en los labios

zumo de miel sin palabras?

¿Quién me derribó y me tuvo

sola y perdida en las cañas?

¿Quién me apuñaló con besos

el ave de la garganta?

¿Quién me estremeció los senos

con tacto de tierra y ascua?

¿Qué toro embistió en el ruedo

de mi cintura cerrada?

¿Quién me esponjó las caderas

con levadura de ansias?

¿Qué piedra de eternidad

me hincaron en las entrañas?

¿Quién me desató la sangre

que así se me derramaba?

…Aquella tarde de Julio,

sola y perdida en las cañas.

Colina

Ola cuajada en la piedra

con espuma de romero,

hasta tu desnuda cima

me has levantado sin vuelo.

Sobre tu lomo clavada

-mástil sin vela en el viento-

de un horizonte redondo

soy matemático centro.

Ocres, amarillos, verdes,

me enredan los pensamientos…

-pinos, tierra; tierra, pinos;

Duero, chopos; chopos, Duero-.

El aire me hace sorber

tragos de frío silencio.

El péndulo de la tarde

me bate lento en el pecho.

El grito de un ave avanza,

hélice de agudo acero:

manos y boca me sangran

sólo de intentar cogerlo.

Cuando nace un hombre…

Cuando nace un hombre

siempre es amanecer aunque en la alcoba

la noche pinte negros cristales.

Cuando nace un hombre

hay un olor a pan recién cocido

por los pasillos de la casa;

en las paredes, los paisajes

huelen a mar y a hierba fresca

y los abuelos del retrato

vuelven la cara y se sonríen.

Cuando nace un hombre

florecen rosas imprevistas

en el jarrón de la consola

y aquellos pájaros bordados

en los cojines de la sala

silban y cantan como locos.

Cuando nace un hombre

todos los muertos de su sangre

llegan a verle y se comprueban

en el contorno de su boca.

Cuando nace un hombre

hay una estrella detenida

al mismo borde del tejado

y en un lejano monte o risco

brota un hilillo de agua nueva.

Cuando nace un hombre

todas las madres de este mundo

sienten calor en su regazo

y hasta los labios de las vírgenes

llega un sabor a miel y a beso.

Cuando nace un hombre

de los varones brotan chispas,

los viejos ponen ojos graves

y los muchachos atestiguan

el fuego alegre de sus venas.

Cuando nace un hombre

todos tenemos un hermano.

Culpa

Si un niño agoniza, poco a poco, en silencio,

con el vientre abombado y la cara de greda.

Si un bello adolescente se suicida una noche

tan sólo porque el alma le pesa demasiado.

Si una madre maldice soplando las cenizas.

Si un soldado cansado se orina en una iglesia

a los pies de una Virgen degollada, sin Hijo.

Si un sabio halla la fórmula que aniquile de un golpe

dos millones de hombres del color elegido.

Si las hembras rehuyen el parir. Si los viejos

a hurtadillas codician a los guapos muchachos.

Si los lobos consiguen mantenerse robustos

consumiendo la sangre que la tierra no empapa.

Si la cárcel, si el miedo, si la tisis, si el hambre.

Es terrible, terrible. Pero yo, ¿qué he de hacerle?

Yo no tengo la culpa. Ni tú, amigo, tampoco.

Somos gente honrada. Hasta vamos a misa.

Trabajamos. Dormimos. Y así vamos tirando.

Además, ya es sabido. Dios dispone las cosas.

Y nos vamos al cine. O a tomar un tranvía.

Destino

Vaso me hiciste, hermético alfarero,

y diste a mi oquedad las dimensiones

que sirven a la alquimia de la carne.

Vaso me hiciste, recipiente vivo

para la forma un día diseñada

por el secreto ritmo de tus manos.

«Hágase en mí», repuse. Y te bendije

con labios obedientes al destino.

¿Por qué, después, me robas y defraudas?

Libre el varón camina por los días.

Sus recias piernas nunca soportaron

esa tremenda gravidez del fruto.

Liso y escueto entre ágiles caderas

su vientre no conoce pesadumbre.

Sólo un instante, furia y goce, olvida

por mí su altiva soledad de macho;

libérase a sí mismo y me encadena

al ritmo y servidumbre de la especie.

Cuán hondamente exprimo, laborando

con células y fibras, con mis órganos

más íntimos, vitales dulcedumbres

de mi profundo ser, día tras día.

Hácese el hijo en mí. ¿Y han de llamarle

hijo del Hombre cuando, fieramente,

con decisiva urgencia me desgarra

para moverse vivo entre las cosas?

Mío es el hijo en mí y en él me aumento.

Su corazón prosigue mi latido.

Saben a mí sus lágrimas primeras.

su risa es aprendida de mis labios.

y esa humedad caliente que lo envuelve

es la temperatura de mi entraña.

¿Por qué, Señor, me lo arrebatas luego?

¿Por qué me crece ajeno, desprendido,

como amputado miembro, como rama

desconectada del nutricio tronco?

En vano mi ternura lo persigue

queriéndolo ablandar, disminuyéndolo.

Alto se yergue. duro se condensa.

Su frente sobrepasa mi estatura,

y ese pulido azul de sus pupilas

que en un rincón de mí cuajó su brillo

me mira desde lejos, olvidando.

Apenas sí las yemas de mis dedos

aciertan a seguir por sus mejillas

aquella suave curva que, al beberme,

formaba con la curva de mis senos

dulcísima tangencia.

Durar

Yo pasaré y apenas habré sido,

-frágil destino de mi pobre arcilla-.

Hijo, cuando yo no exista,

tú serás mi carne, viva.

Verso, cuando yo no hable,

tú, mi palabra inextinta.

El fruto redondo

Sí, también yo quisiera ser palabra desnuda.

Ser un ala sin plumas en un cielo sin aire.

Ser un oro sin peso, un soñar sin raíces,

un sonido sin nadie…

Pero mis versos nacen redondos como frutos,

envueltos en la pulpa caliente de mi carne.

Éxodo

Una mujer corría.

Jadeaba y corría.

Tropezaba y corría.

Con un miedo macizo debajo de las cejas

y un niño entre los brazos.

Corría por la tierra que olía a recién muerto.

Corría por el aire con sabor a trilita.

Corría por los hombres erizados de encono.

Miraba a todos lados.

Quería detenerse.

Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.

Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.

Pero no hallaba sitio.

No encontraba reposo.

No lograba la pausa sosegada y segura

que las madres precisan.

Ese viento apacible que jamás se interpone

entre el pecho y el labio.

Buscaba cerca y lejos.

Buscaba por las calles,

por los jardines y bajo los tejados,

en los atrios de las iglesias,

por los caminos desnudos y carreteras arboladas.

Buscaba un rincón sin espantos,

un lugar aseado para colocar una cuna.

Y corría y corría.

Dio la vuelta a la tierra.

Buscando.

Huyendo.

Y no encontraba sitio.

Y seguía corriendo.

Y el niño sollozaba débilmente.

Crecía débilmente

colgado de su carne fatigada.

La otra orilla

A la orilla del río, en una orilla,

miro la otra: juncos, hierva suave,

troncos erguidos, ramas en el viento,

cielo profundo, vuelos desiguales…

¿Y esta orilla?… Mirarla, verla, verme,

estando aquí y allí; completa, ubicua…

Cuando te miro, amado -amor en medio-

también quisiera estar en la otra orilla.

Muerto al nacer

No aurora fue. Ni llanto. Ni un instante

bebió la luz. Sus ojos no tuvieron

color. Ni yo miré su boca tierna…

Ahora, ¿sabéis?, lo siento.

Debisteis dármelo. Yo hubiera debido

tenerle un breve tiempo entre mis brazos,

pues sólo para mí fue cierto, vivo…

¡Cuántas veces me habló, desde la entraña,

bulléndome gozoso entre los flancos!…

Mujer

¡Cuán vanamente, cuán ligeramente

me llamaron poetas, flor, perfume!…

Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme.

Me entregan la simiente: doy el fruto.

El agua corre en mí: no soy el agua.

Árboles de la orilla: dulcemente

los acojo y reflejo: no soy árbol.

Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino

para el fluir eterno de la especie.

Mujer de barro

Mujer de barro soy, mujer de barro:

pero el amor me floreció el regazo.

Mujer

¡Cuán vanamente, cuán ligeramente

me llamaron poetas, flor; perfume!

Flor; no: florezco. Exhalo sin mudarme.

Me entregan la simiente: doy el fruto.

El agua corre en mí: no soy el agua.

Árboles de la orilla, dulcemente

los acojo y reflejo: no soy árbol.

Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino

para el fluir eterno de la especie.

Nadie sabe

Abre tus ojos anchos al asombro

cada mañana nueva y acompasa

en místico silencio tu latido

porque un día comienza su voluta

y nadie sabe nada de los días

que se nos dan y luego se deshacen

en polvo y sombra. Nadie sabe nada.

Pisa la tierra. Vierte la simiente.

Coge la flor y el fruto. Sin palabras.

Pues nadie sabe nada de la tierra

muda y fecunda que, en silencio, brota,

y nadie sabe nada de las flores

ni de los frutos ebrios de dulzura.

Mira la llamarada de los árboles

irguiéndose en lo azul. Contempla, toca

la piedra inmóvil de alma intraducible

y el agua sin contornos que camina

por sus trazados cauces ignorándolos.

Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.

Pues nadie sabe nada de los árboles

ni de la piedra ni del agua en fuga.

Mira las aves, altas, desprendidas,

rayando el sol a golpe de sus alas.

Toma del aire el trino y el gorjeo,

pero no quieras traducir su ritmo,

pues nadie sabe nada de los pájaros.

Mira la estrella. Vuela hasta su altura.

Toma su luz y enciéndete la frente,

pero no inquieras su remoto arcano

pues nadie sabe nada de la estrella.

Besa los labios y los ojos. Goza

la carne del amante sazonada

secretamente para ti. Acomete

con decisión humilde la tarea

del imperioso instinto. Crece y ama.

Mas nada digas del tremendo rito

pues nadie sabe nada de los besos,

ni del amor ni del placer ni entiende

la ruda sacudida que nos pone

el hijo concluido entre los brazos.

Clama sin gritos. Llora sin estruendo.

Cierra las fauces del dolor oscuro,

pues nadie sabe nada de las lágrimas.

Vete a hurtadillas con discreto paso.

Traspasa quedamente la frontera,

pues nadie sabe nada de la muerte.

Noche

Quietos en la noche clara.

Mi cara junto a tu cara;

la misma luna nos baña.

Piel contra piel, en mi cuerpo

siento el ritmo de un latido

¿es tu corazón o el mío?…

No sé cuándo me he dormido.

No quiero

No quiero

que los besos se paguen

ni la sangre se venda

ni se compre la brisa

ni se alquile el aliento.

No quiero

que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero

que haya frío en las casas,

que haya miedo en las calles,

que haya rabia en los ojos.

No quiero

que en los labios se encierren mentiras,

que en las arcas se encierren millones,

que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero

que el labriego trabaje sin agua

que el marino navegue sin brújula,

que en la fábrica no haya azucenas,

que en la mina no vean la aurora,

que en la escuela no ría el maestro.

No quiero

que las madres no tengan perfumes,

que las mozas no tengan amores,

que los padres no tengan tabaco,

que a los niños les pongan los Reyes

camisetas de punto y cuadernos.

No quiero

que la tierra se parta en porciones,

que en el mar se establezcan dominios,

que en el aire se agiten banderas

que en los trajes se pongan señales.

No quiero

que mi hijo desfile,

que los hijos de madre desfilen

con fusil y con muerte en el hombro;

que jamás se disparen fusiles

que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero

que me manden Fulano y Mengano,

que me fisgue el vecino de enfrente,

que me pongan carteles y sellos

que decreten lo que es poesía.

No quiero amar en secreto,

llorar en secreto

cantar en secreto.

No quiero

que me tapen la boca

cuando digo NO QUIERO…

Sin llave

Me tienes y soy tuya. Tan cerca uno del otro

como la carne de los huesos.

Tan cerca uno del otro

y, a menudo, ¡tan lejos!…

Tú me dices a veces que me encuentras cerrada,

como de piedra dura, como envuelta en secretos,

impasible, remota… Y tú quisieras tuya

la llave del misterio…

Si no la tiene nadie… No hay llave. Ni yo misma,

¡ni yo misma la tengo!