Canales, Alfonso

Reseña biográfica

Poeta y crítico literario nacido en Málaga en 1923.

En la Universidad de Granada inició estudios de Filosofía y Letras y Derecho, licenciándose sólo en esta última facultad.

Inició con Muñoz Rojas la revista «Papel Azul» y la colección poética «A quien conmigo va» y formó parte del grupo editor de la «Caracola», importante revista de esa época.

Es presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo y miembro correspondiente por Andalucía de la Real Academia Española de la Lengua y de la Real Academia de la Historia. Su biblioteca de casi 20.000 volúmenes es una de las más importantes de Málaga.

De su obra poética se destacan : «Sonetos para pocos» en 1950, «El candado» en 1956, «Port Royal en 1956, «Cuenta y razón» en 1962 y «Tres oraciones fúnebres» en 1983.

Ha sido Premio Nacional de Literatura en 1965 y Premio de la Crítica en 1973.

CASA DE PIEL

Igual que en esas series

de cajas chinas, donde va el espacio

acotándose más y más, ciñéndose

a una cuadrada almendra de vacío

en la que todo es íntimo y sensible

a la añorada percepción, el cielo

y el suelo, la ciudad, el edificio,

la planta, el cuarto, el lecho, son tabiques,

progresivos contornos de una carne,

última estancia del saber.

No estamos

juntos, sino trabados, como maclas

de pirita (sistema irregular)

que sueñan con que vientres

y labios se acomoden,

hasta formar el más perfecto sitio

de una desesperada situación.

¿Nunca logran

los amantes, los diestros

en el más hondo menester, su dicha

completa? Siglos llevan pretendiéndola,

y ahora estoy seguro

de que podré, comendador de mármol,

traspasar tu pared, ya trabajada

por dientes y por uñas.

El aguardo

se torna situación: axila, muslo,

senos, vientre, confluyen

en la encantada grieta donde el tiempo se hace

eternidad. Y sigo

ahondando en ti, buscando en ti la cifra

de todo. Y me arrodillo,

y me alzo. Gesticulo

como un torpe feliz que encuentra oro

y lo admira lucir de gloria, y quiere

regarlo con su sangre,

para que luzca más prohibido.

¿Es ésta

la habitación del hombre? En ella gasto

mis años de verdor. El ostensible

vacío luz se hace. Nace el mundo

de nuevo. Ya probado

el fruto está: seremos como dioses.

CASILLA DE BLAS

Entrada ya la noche,

empapado el desmonte por la lluvia reciente,

trepábamos por él, y el mismo ramo

vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,

siempre, en silencio, hacíamos

en el repecho un alto, y te miraba,

enamorada cómplice, mientras tomaba aliento

(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía

actitudes seguras. Revelaban las cosas,

desasidos los ojos de la luz, los detalles

precisos, y la puerta de pino marchitado

gritaba levemente. Entrábamos. El suelo

era terrizo y sin mullir, y nunca

era adoptado de improviso para

aquello que veníamos

a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro

(¿pero había dureza en algún sitio entonces?)

regazo. Nos amábamos,

nos abrazábamos de pie, ajustaban

con frenesí los cuerpos las esperas

vencidas, como si de muy distantes

extremos nos hubiéramos lanzado

al encuentro. Encendíamos un fósforo

más tarde, y nos hacíamos los nuevos

en la reconstruida situación.

Las paredes

de tablas ripias siempre nos mostraban

las mismas vetas grises, los idénticos

nudos vaciados, las usuales lágrimas

de orín: cuerpo de BIas. ¿Quién había sido

aquel BIas que entregaba sus despojos,

su piel de ofidio puesto

a la moda de estío, a unos amantes

secretos? Ya murió. Pero vivíamos

por él ahora en su barraca hecha

a fuerza de morir. Y había gemidos

de goznes oxidados, saltos súbitos

de su leña secándose, palabras

de su antiguo contorno que asentían

a nuestro susurrado

decir.

BIas era un guarda

(¿a quién guardaba BIas?) de noche (¿de qué

noche?) a quien un mal día

se le acabó el trabajo. No pensemos

más en BIas.

Sobre el suelo de los pasos

de BIas pusimos telas y papeles,

caricias y manjares raros. Edificamos

sobre el suelo de BIas la retorcida

torre que somos hoy. Sobre la muerte

de BIas se han levantado nuestros hijos

de hoy: y cuando no se nos parecen,

cuando se ausentan de nosotros, bullen

en otras casas que improvisan, pienso

que tal vez sean los hijos

de aquel buen BIas que nos dejó la suya.

EL AMOR

Es preciso que cuente la historia de Juanico,

aquél a quien sedujo mi niñera, una tarde

de verano. ( Se ha dicho que fue bajo los pinos.)

Era delgado, alto, melancólico. Un negro

pañuelo le ceñía el largo cuello. Estaba

delicado del pecho. Cuando pasó la cosa

aún no había entrado en quintas.

Si mal no lo recuerdo,

todo ocurrió en agosto. Yo jugaba arrastrando

un gran bieldo blanquísimo por el llano. Juanico

daba portes con sacos vacíos, desde un carro

hasta el patio. Las horas se fundían despacio

sobre el jardín, caían sobre los eucaliptos

repletos de chicharras, que sonaban lo mismo

que cuando las patatas se fríen en aceite

muy caliente. Juanico sudaba. Pero cuando

penetraba en la sombra del portón, una lengua

de aire fresco lamía su pecho, despegaba

el pañuelo empapado, le entraba por debajo

de los perniles, como una larga serpiente,

y le dejaba un pétalo de rosa entre las piernas.

Carmen tenía casi los treinta años. Ella

sabía que Juanico se abrazaba a la colcha

y miraba a la luna, como si allí estuvieran

las razones de todo. Por eso entró en la casa

para beber un vaso de agua: el caso era

ayudar a Juanico que casi no sabía

por qué cabos empiezan a trenzar los amores.

Yo estaba, ya lo he dicho, arrastrando mi bieldo,

llano arriba y abajo. Pero me daba cuenta

de que un pájaro grande cubría con sus alas

el jardín, los pinares, los olivos, la alberca,

la casa con Juanico, con Carmen, con los sacos.

Los dientes dibujaban cuatro líneas iguales,

que giraban, que iban y venían, lo mismo

que el vuelo de las aves.

Sin embargo, de pronto

me sentí solo: estaba el mundo solo, bajo

el ala inmensa. Piensen cual sería mi asombro

cuando vi que el gran pájaro ardía y que dejaba

caer en mi cabeza plumillas encendidas.

Entré corriendo al patio. Alguien había cerrado

todas las puertas: solo una estaba entornada.

Miré por la rendija y allí los vi en la sombra,

con un afán ardiente por mí desconocido,

así como empeñados en no morirse nunca.

EL LECHO

¡Oh soledad, mi soledad, aroma

de la muerte, naufragio

del contiguo vivir, cuchillo, llama,

que corta, quema el mundo y manos, voces

que el mundo alza como alambres para

tender los Paños, las banderas limpias

de la amistad!

¡Oh soledad, presagio

de la tierra movida o de la cal y el canto

clausurados!

La rueca

sigue girando al otro lado de la

cretona distendida como una piel que he puesto

a secar. y los ramos en que abejas,

mariposas quizá, se depositan

ajenas a esta caja donde busco

en vano el sueño.

¿Soy el mismo? El ala

de un instante separa esto que digo

de lo que dije cuando dije soy.

Y no hablemos del día: encontré piedras

sobre las que el silencio reposaba,

hojas secas, mojadas por el riego

de las nubes, vibrantes hojas verdes,

instrumentos ajados, entusiasmos

dormidos, humos, lenguas.

¡Oh soledad, mi soledad, la noche

no te abandona, el sueño se derrama

sobre el clamor atenazado! Vuelco

mi tristeza en las sábanas, abrigo

mi deseo de Dios entre los párpados,

y sigo tiritando de estar solo.

“Port-Royal” 1968

EL POETA SE LAMENTA DE LA FUGACIDAD DEL QUERER HUMANO

¿Adónde va el amor, por más que duela

el corazón a cada estrecho paso;

con qué peso se hunde, en qué fracaso

el beso se anonada y se cancela?

Abrígalo si puedes: va que vuela

su precario calor, al cielo raso.

Mira que con frecuencia se da el caso

de que a la vuelta el velo se desvela.

¿Adónde vamos a parar con tanta

ráfaga que se va por un postigo,

si el cisne se nos muere cuando canta?

¿Qué puede alimentarnos este trigo

que siempre se nos queda en la garganta?

¿Adónde vamos a parar, amigo?

LA CITA

Amor, amor, amor, la savia suelta,

el potro desbocado, amor, al campo,

la calle, el cielo, las ventanas libres,

las puertas libres, los océanos hondos

y los escaparates que ofrecen cuando hay

que ofrecer al deseo de los vivos.

De los vivos, amor, de los que olvidan

que un día no habrá puertas ni ventanas,

ni potro ni raudales de la hermosura

para estos, estos ojos, estos ojos

donde habrá que engastar unas monedas

-y otra bajo la lengua-, por si acaso

al barquero le sirven o al que busque

sueños de ayer, de hoy, bajo la tierra.

Bajo la tierra, amor, trufas, estatuas,

oro, cántaros, dioses

apagados, amor, tesoros, premios

de la ansiedad.

Amor, dame la mano,

no te conozco, amor, no importa, dame

la mano, amor, no la conozco, nunca

importa demasiado conocerse.

Abre los ojos, no, no puedo, abre

la boca, ¿dónde está tu risa, dónde

se duerme tu palabra? Amor, no tengo

más risa, más palabra: Amor.

Te doy a cambio lo que esperas.

¿Tú lo sabes, tú sabes lo que espero?

Amor, ¿tú tienes lo que espero?

Es amor, amor y el mundo

como está, como es, con estas vías

abiertas con las cosas

que con amor se hacen, con la gracia

de hacer las cosas con amor, con tiempo

para formarlas con amor, con fuerzas,

aguas de amor para apagar el miedo.

NAVEGACIÓN DE LA TRISTEZA

Acediae impugnationem non declinando

fugiendam.

Casiano

Cuando en el río de soledad que, a veces, nos recorre,

un álveo seco, piedras

con huella de lavados imposibles,

verano interminable de guija al sol, de insecto al sol,

de raíz sin esperanza,

notamos una barca por la greda,

que aventa el polvo con los remos podridos de carcoma,

sola bogando, hincando

el astillado palo entre costillas

de calcinadas reses,

es él quien anda.

Y ara

acompasadamente en nuestro espanto,

contra todos los peces,

frente a todos los panes

que son objeto de milagro para las extasiadas muchedumbres.

Él, es él quien navega

entre lo innavegable,

forzado del hastío, entre esturiones de granito y lava.

Él, él, quien contusiona

la brizna

pajiza de la caña, la hoja

terriza de los álamos,

desesperada del ayer que puso

su palma al cielo.

Entonces no hay que huir, hay que sentarse

a ver pasar las malas horas,

la simiente libada por arañas,

por escorpiones y por buitres

que intentan la corola del esparto,

en un invierno sin nieve,

para una miel de cieno que en lentas olas cunde.

Entonces detened la fluxión de la arena,

orad, decid detente,

armaos de los prestigios

que aporta la memoria de las flores;

desanudad las sogas de los cuellos,

que somos para algo,

y evaporad la imagen del Maldito

evocando al Señor, tres veces puro.

OH AQUELLOS DÍAS CLAROS…

Oh aquellos días claros de mi niñez, aquellos

días entre jardines, entre libros y sueños,

a qué poco han quedado reducidos: las piedras

brillantes al sol alto del dulce mediodía

-¡qué amarilla se ha puesto de aquel sol la memoria!-,

las pequeñas calizas, los cuarzos y pizarras

polvorientas, suaves, bajo los almecinos,

aún tienen un rescoldo de recuerdo en mis manos;

el jazmín del estío- ¡qué fue de aquella nieveI-,

que daba olor de fiesta a la tranquila noche,

aún lo siento en el pecho, cuando cierro los ojos;

y el rumor de las olas, lenta, lejanamente,

en mi interior florece cuando llueve el silencio.

Calor, olor, rumores: a qué poco han quedado

reducidos los días lejanos y felices.

A veces el sonido de una piedra, cayendo

en una verde alberca, me hace creer que nunca

debió formarse un hombre sobre aquel que gozaba

sobresaltando aguas tranquilas. Y quién sabe

si hoy, corriendo esas aguas hacia mares futuros,

también piensan que nunca debieron de ser ríos.

PÁJARO HERIDO

Vuelo inútil : la luna ya ha perdido tu espíritu

y tu canto ya tiene por estela el silencio.

Pronto, estrella llovida, recipiente de nada,

nublarás unas flores o el brillo de una piedra.

Ni un rumor, ni una lágrima multiplican tu muerte,

ni un suspiro da eco tristemente a tu pico:

nadie siente que pierdas tu lugar en el aire

y que, al igual que duermen peces entre las olas

y hombres entre la tierra, no tengas tu descanso

en los azules vientos que acarician tus alas.

Y las nubes ya saben que es tu último,

y que, pronto tu boca la canción de tu vida

cantará silenciosa: pero guardan su llanto,

pero guardan su llanto para los olivares.

PLANTA TUYA

Tierra mía, florido campo en el que

sepulto mi raíz, los ojos quedan

en la copa, mirándote, y aún viven

la ocasión más que el resto de la carne

vegetal, o se inclinan con la espiga

que el viento del amor amaga, y besan

vibrátiles el muro de las sombras

desde las que me surto de divina

majestad. Tierra mía, acariciada

tierra mía, gritante tierra húmeda,

avariciosa de simiente, canta

tu júbilo, derrama tus olores

íntimos, al contacto con mi agudo

aspirar, toda labios, toda grieta

manante, pues adviertes que progresa

mi condición hasta animal hombría,

y sabes que te sé, campo de urgente

roturación, llorando por mi savia

de hoy. Enredaderas son los tallos

ya, gestos concentrados, brazos, muslos

que atenazan o rozan levemente

con unción, esperando el cataclismo

que nos habrá de sepultar en una

profundísima falla. Suenan músicas,

mas no se oyen. Se alzan las paredes

del mundo, y no se ven. Se prueban todos

los caminos, se afinan los violines

recónditos, e irrumpe la añorada

melodía infinita.

QUÉ INDEFINIBLE TRISTEZA

Qué indefinible tristeza, cuando uno escucha

las palabras casi sin sentido

que surten de miles de labios

y que se van, sin orden, amontonando en el aire,

las palabras como insectos que liban

en miles de orejas ambulantes, las palabras

que se disuelven, como olas, sobre la playa de la tarde,

adelgazando, trocándose en espuma,

en humedad, en nada. Y qué tristeza finísima,

qué sombra, qué aire de tristeza,

cuando uno piensa que es imposible comparar

a estos seres que se agitan con las nubes

que circulan por las calles del cielo,

o con el ir y venir del viento

entre las hojas de los árboles.

Y sobre todo, qué inmenso desconsuelo

cuando uno se da cuenta

de que estas tristes reflexiones en torno

a estas criaturas que giran en la tarde

lo han convertido a uno en alguien

infinitamente abandonando, en alguien que,

desde el otro lado del tiempo, escucha,

lleno de soledad, el fragor

de éste monótono rebaño de corazones.

RAZÓN DE AMOR

Todo buen poema de amor es prosa.

T.S. Eliot

Porque estás ahí delante -siempre delante, eso sí-,

pero confieso humildemente que no puedo encerrarte en

un cauce.

No sé cómo poner música a la música,

como dar olor al jazmín,

color al sol que se hunde por la tarde,

como quien dice: esto se ha acabado,

no esperen ustedes que salga mañana por la mañana.

Yo no sé si me explico,

pero es que hay cosas que no son para cantadas,

sino para dichas llanamente, después de tomar una

cerveza.

-Está lloviendo-, apunta uno:

y en dos palabras se encierra un terrible suceso,

algo que hiere los tejados.

y deja caer sobre los charcos más lágrimas

de las que pudieran derramar los humanos ojos,

incluso poniéndose en lo peor de las cosas.

-Es de día-: y con ello

entra el sol en el alma, como una aguja caliente,

y nos sentimos seguros de que, por el momento,

Dios no nos olvida.

Y así con el amor

uno vive, viviendo.

Uno olvida que, cada día, Dios nos pone tierra

bajo los pies,

aire sobre la boca y azul en las pupilas.

Uno olvida que el corazón se apoya, cada día,

como un blando sillar,

en otro corazón.

Y cuando se cae en la cuenta de todo

-esto no sucede a menudo-,

resulta imposible medir un verso con los dedos

Un gran tajo circunda a los amantes,

y lo demás puede decirse en dos palabras.

SONETO

En el que el poeta toma prestadas las palabras

de John Donne para desabrigar infundados temores…

¿Qué haremos en invierno -me preguntas-,

sin un mal cobertor que nos defienda

del frío? ¿ Qué participada prenda

abrigará las desnudeces juntas ?

No te sé contestar. Y descoyuntas,

pura, abierta, entregada a la contienda

del amor, ese cuerpo, a suelta rienda.

y se me escapa el alma por las puntas.

Aún es verano, y la calor es tanta

que no comprendo la frialdad. Y sudo

cuanta humedad rehuye la garganta.

¿Pero existe el invierno? ¿Y es tan crudo

su rigor? Si es así, ¿qué mejor manta

para tu desnudez, que, yo, desnudo?